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Entre una derecha ideologizada y una izquierda despolitizada

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, presenta el plan del Ejecutivo para la recuperación de la economía española EFE/Javier Cebollada

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Los resultados de las elecciones madrileñas son más que extrapolables; aún serán peores en las generales si la izquierda, singularmente el PSOE, no deja de sustituir la política por la politología. Desde Maquiavelo, la Ciencia Política es indisociable del ejercicio del poder si se quiere ejercer con prudencia; y el método empírico-analítico empleado por los politólogos en su labor de científicos sociales es aconsejable tenerlo en cuenta para no errar demasiado; pero esta metodología se nutre de las decisiones y acciones de los políticos y no al revés.

Endosarles a los académicos y asesores el diseño de las políticas a desarrollar en cada período y la toma de decisiones puntuales es, por definición, una irresponsabilidad política de variadas consecuencias, todas ellas graves. Así, las perspectivas estratégicas quedarán reemplazadas por la inmediatez a que induzcan las tendencias observadas -obviamente pasadas- y podrá caerse más fácilmente en comportamientos erráticos, pues hoy se hará lo que convenga en el momento y mañana lo contrario si es preciso porque pueda haberse percibido un cambio de tendencia coyuntural; los equipos serán cada vez menos grupos dirigentes que conjuguen sus saberes y experiencias a la hora de conformar las decisiones para ir quedándose como simples conglomerados de compartimentos estancos en la funciones que tengan asignadas respectivamente; y más amorfas todavía serán las organizaciones correspondientes, quedando relegadas al papel de simples terminales propagandísticas pero, paradójicamente, incapacitadas para permeabilizar a sus entornos sociales con ideas y propuestas convincentes que conciten  la participación de la ciudadanía en su proyecto político y su apoyo activo cuando llegan las contiendas electorales. 

Estas distorsiones no son recientes, pues de ganar “por el cambio” a realizar políticas intercambiables con las de la derecha según soplaban los vientos electorales hace ya mucho tiempo. Ahora es vital que la izquierda vuelva a la política, porque el pragmatismo vulgar es cooperador pasivo de la peor ideologización de la derecha que, aparte de las victorias electorales que pueda granjearle, es dinamitadora de la convivencia en democracia. No tiene nada de novedosa y sí muchos antecedentes históricos para temerla y combatirla consecuente y cabalmente. Es muy  saludable el debate entre las ideas y sus conjuntos que configuran las ideologías, con las que cada quien quiera conservar el modelo social o aspire a cambiar el mundo; pero deformar la realidad en el discurso político (que eso es ideologizar) para acentuar la frustración de las gentes en mitad de una crisis (más aún con dos concatenadas) y alentar el resentimiento contra lo que se tenga más a mano, ya sean minorías étnico-religiosas, emigrantes pobres o las restricciones para contener la pandemia, ni es nuevo ni inteligente: es deleznable.  

La derecha española lleva bastantes años derrapando por la pendiente de la  ideologización; al menos desde el segundo mandato de Aznar al frente del gobierno cuando abandonó el centro, al que se había visto obligado para formar su primer gobierno hablando catalán en la intimidad y disponiéndose a negociar con el “movimiento vasco de liberación nacional” (Aznar, dixit). Rompió el único y más amplio consenso político, social y sindical logrado para una Ley Orgánica de Extranjería; aún a costa de ser también el único gobierno que hasta la fecha ha sido derrotado en el Parlamento en la votación de una ley orgánica promovida y consensuada hasta la víspera de la votación por él mismo. Aznar fue el primero en utilizar la inmigración como amenaza para su instrumentalización electoralista. No unificó a las derechas, como ahora se atribuye, puesto que no había otra derecha más que el PP cuando llegó a presidirlo; muy al contrario, empezó a despeñarla por la xenofobia; la revisión reaccionaria y justificativa del golpe fascista del 36, involucionista pedrada contra la Reconciliación Nacional que propugnara el PCE desde 1956; y el neoliberalismo doctrinario generador de las mayores cotas de desigualdad alcanzadas hasta entonces… “sin complejos”.

En esa deriva se fueron engendrando políticamente los Casado, Abascal y Ayuso. Que nadie espere que esta última, tras su victoria reciente acentuando los peores rasgos derechistas, retorne al centro político en el que, por otra parte, nunca estuvo el PP. Ni lo hará Casado, quien “tiende la mano” al gobierno en la reciente crisis con Marruecos, sin remontarnos más atrás, pero dándole tantas patadas que se enreda en sus propias zancadillas acusándole de todos los males con las más disparatadas exageraciones.   

En “La Peste”, su alegoría del fascismo, Albert Camus advertía: “el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás…puede permanecer durante decenios dormido”; y Rob Riemen nos insta a llamar al bacilo por su nombre: fascismo; “porque llamarlo de otra manera no nos hará resistentes a él” (“Para combatir esta era”; Taurus, Madrid, 2018); en la misma obra nos recuerda que Thomas Mann pronunció una premonitoria conferencia en el Claremont College de Los Ángeles el 3 de octubre de 1940 en la que advirtió: “si alguna vez llega el fascismo a EEUU lo hará en nombre de la libertad”. Y sin embargo, la peor manera de combatirlo es caer en su juego enzarzándose en un debate polarizado ideológicamente, en el que a fin de cuentas todo se limita a cruzarse la cara con adjetivos. Como en el que se ha caído durante la campaña de las autonómicas de Madrid; fatalmente para la izquierda y provechosamente para la derecha. Pudo discutirse sustantivamente sobre las políticas del gobierno Ayuso nada más constatarse, a los pocos meses de pandemia, que era un peligro para la ciudadanía madrileña con su nefasta no-gestión de la crisis sanitaria y se debió emplazar al propio Casado a compartir como tarea de estado el inmediato relevo de aquel desastroso gobierno. Sánchez no quiso ponerse rojo una vez pero se puso en ridículo con el aquelarre de las banderas en la Puerta del Sol y ahora nos pondremos todos amarillos en los próximos años.

Hubo una encomiable excepción, la de Mónica García. Ojalá que en la piel que piensa dejarse liderando la oposición madrileña cohabiten todas las energías y saberes de la izquierda.

Pero en el plano nacional quienes tienen la principal responsabilidad para encauzar sinergias son el PSOE y el gobierno de coalición. Tarea en la que el primero brilla por su ausencia y el segundo queda ensombrecido por su descoordinación interna. Y lo uno y lo otro, quedan cristalizados a la vez en el pomposo plan “España 2050”. De entrada, la propia confección de tan ambiciosa estrategia entraña una inquietante confusión entre los cometidos propios de los partidos y los de los gobiernos; ya que son aquellos quienes, si tienen vocación de futuro, trazarán las perspectivas estratégicas a largo plazo hacia las que quieran llevar a la sociedad y en congruencia con esas ideas diseñarán las políticas más a corto plazo; esto es “hacer política” a diferencia del “estar en política” que se limita a hacer en cada momento lo que convenga para permanecer en el poder o para alcanzarlo si se está en la oposición, aunque contradiga los ideales que se pregonan. Así, parecería más coherente con su función que la España de aquí a 30 años hubiese sido concebida, en principio, por un partido político (el PSOE en este caso). Los gobiernos sin embargo siempre tienen las expectativas limitadas por algo tan ineludible y supremo como es la voluntad popular que se manifiesta en las urnas cada cuatro años; lo cual no impide que se tengan aspiraciones a más largo plazo, pero impone algo más de humildad y de realismo mientras se gobierna. Porque para llegar al 2050, habrá que pasar, al menos por el 2023. 

Suele ocurrir que quienes menos aciertan con los retos más inmediatos del presente y del futuro más próximo, se evadan hacia un futuro tan luminoso y prometedor como ingrávido. Y en los confines de la izquierda es donde más hemos reincidido en esa evasión. Ciertamente tenemos un pasado generalmente aciago y comprensiblemente saltamos desde la desdicha que queremos superar cuanto antes a la utopía que anhelamos y a la que (seriamente convencido lo afirmo) no debemos renunciar. Pero el nudo gordiano entre el pasado y el futuro es el presente; y cada vez que hemos saltado sobre el presente nos hemos caído al vacío. Acto seguido, las derechas de todos los tiempos nos han reproducido las injusticias del pasado con sus reformas “lampedusianas” y el ansiado futuro se nos ha alejado algo más. Los lugares comunes, frases hechas y tópicos en abundancia que componen la presentación publicada en un periódico nacional de “España 2050” agrandan los temores de reincidencia. 

Por otro lado, se quiere dar mayor solvencia a la mencionada estrategia porque se ha elaborado “por encima de partidos e ideologías”. Esa consideración tan apolítica ya explica por sí sola el ninguneo del principal partido que sustenta al Gobierno; aunque no se sabe si también ha puenteado al otro socio de coalición o si el Plan estratégico se presenta por una parte del gobierno totalizando su representatividad. Aparte de su escasa originalidad, puesto que ya se le adelantaron en la superación de las ideologías desde los teóricos de la globalización y del conductismo social hasta el más pedestre Gonzalo de la Mora quien con gran desfachatez predicaba del “Crepúsculo de las ideologías” ¡desde su ministerio en el gobierno de Franco!; es inaceptable que desde una oficina dependiente de la Presidencia del gobierno se transmita la idea de que lo bueno para el futuro del país es aquello en lo que los partidos no tienen arte ni parte. Estar por encima de los partidos es situarse extramuros de la Constitución, que en su artículo seis considera que “son instrumento fundamental para la participación política”. No hay necesidad de abundar más en el descrédito de la política sino de lo contrario: de recuperar su credibilidad demostrando su utilidad. Y para quienes nos reclamamos de la izquierda y desearíamos que siguiese gobernando en el futuro previsible, es determinante demostrar que, como vendría a decir Norberto Bobbio, cuanto más reafirma el mercado su victoria sobre la política, más razones tiene la izquierda para reivindicarse.  

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