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Los “domados”

Campo de concentración de Auschwitz.

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Primo Levi (Si esto es un hombre, trad. Pilar Gómez Bedate, 6ª ed., Barcelona, 2003), que, como es conocido, trabajó de esclavo en una planta industrial del complejo de Auschwitz, decía lo siguiente contestando a la pregunta de ¿por qué no hubo rebeliones en masa de los prisioneros, de los condenados a muerte en los campos de concentración?: “En primer lugar cabe recordar que en algunos Lager hubo efectivamente insurrecciones: en Treblinka, en Sobibor y también en Birkenau… No tuvieron gran peso numérico: como la parecida insurrección del ghetto de Varsovia, fueron más bien ejemplos de extraordinaria fuerza moral. En todos los casos fueron planeadas y dirigidas por prisioneros de alguna manera privilegiados, por lo tanto en condiciones físicas y espirituales mejores que las de los prisioneros comunes. Esto no debe sorprender, sólo a primera vista puede parecer paradójico que se subleve quien menos sufre. También fuera de los Lager, las luchas raramente son lideradas por el subproletariado. Los ‘harapientos’ no se rebelan…

Podríamos preguntarnos por qué no se rebelaban los prisioneros no bien bajaban del tren, que esperaban horas (¡a veces días!) antes de entrar a las cámaras de gas…En la mayor parte de los casos, los recién llegados no sabían qué se les tenía preparado: se los recibía con fría eficiencia pero sin brutalidad, se los invitaba a desnudarse ‘para la ducha’, a veces se les entregaba una toalla y jabón, y se les prometía un café para después del baño. Cuando por el contrario un prisionero daba la menor muestra de saber o sospechar su destino inminente, las SS y sus colaboradores actuaban por sorpresa, intervenían con extremada brutalidad, gritando, amenazando, pateando, disparando y azuzando –contra esa gente perpleja y desesperada, marinada por cinco o diez días de viajes en vagones sellados– a sus perros adiestrados para despedazar hombres. Nadie se rebelaba. Baste recordar que las cámaras de gas de Auschwitz fueron puestas a prueba con un grupo de trescientos prisioneros de guerra rusos, jóvenes, con entrenamiento militar, preparados políticamente y sin el freno que representan mujeres y niños; tampoco ellos se rebelaron“.

La clave, sin embargo, está en que, como dice Levi, “los ‘harapientos’ no se rebelan”, la cualidad de “harapiento” –o la de “musulmán”, en el concepto empleado en el Lager– no es la misma que la de “persona”, ni siquiera que la de “persona humillada”, rebajada, destruida… La pregunta, pues, no es la de por qué las personas que se encontraban en los campos no se rebelaron, ese interrogante está mal planteado, sencillamente porque allí, después de un tiempo, no había personas, habían acabado con ellas: “Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue” (Levi). La indiferencia. A estos “perros apaleados” nada es capaz ya de hacerles levantar desafiante la cabeza. Ya sólo quedan los bueyes. Ni siquiera el mayor signo de rebelión, el del orgullo ante la muerte cierta e inminente.

Por ello cuando el último ejecutado por la horca en Auschwitz –por haber, junto con el comando de las incineraciones, hecho “volar” uno de los hornos– dijo instantes antes de que se abriera la trampilla del patíbulo: “Kamaraden, ich bin der Letze” (Camaradas, yo soy el último), no ocurrió nada: “Hemos continuado en pie, encorvados y grises, con la cabeza inclinada, y no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha ordenado. El escotillón se ha abierto, el cuerpo se ha deslizado atrozmente; la banda ha vuelto a tocar, y nosotros, de nuevo formados en columna, hemos desfilado ante los últimos temblores del moribundo. Al pie de la horca, los SS nos veían pasar con miradas indiferentes: su obra estaba realizada y bien realizada. Los rusos pueden venir ya: ya no quedan hombres entre nosotros, el último pende ahora sobre nuestras cabezas, y para los demás, pocos cabestros han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera” (Levi).

En Auschwitz primero mataban el alma, el fin del cuerpo no tenía trascendencia, simplemente sucedía. Por ello, después de la liberación de los campos muchos “muertos” deambularon por Europa. Por esto, cuando ellos mismos acababan con su cuerpo (“verrà la morte e avra i tuoi occhi” –vendrá la muerte y tendrá tus ojos–, Pavese), lo que resultó frecuente (al fin, el mismo Levi), ese acto no debía ser catalogado como suicidio. Por la misma razón este último número, el de los “falsos suicidios”, debe moralmente acrecer el de los que “salieron por las chimeneas”. En Srebrenica, en cambio, acabaron en un solo acto con alma y cuerpo. Así, nunca se podrán equiparar los genocidios de Sabra y Chatilla (falangistas libaneses y ejército judío), o de Srebrenica (serbios de Mladic y NNUU), con Auschwitz. Esta es la razón, también, de que después de Auschwitz resulte obsceno hablar de dios o de la providencia, porque en el caso de que, en contra de lo anunciado por Nietzsche, la razón no le hubiera matado ya (“Pero cuando Zaratustra se quedó a solas se dijo ‘¿Será posible? ¡Este santo varón aislado en su bosque no se ha enterado todavía de que Dios ha muerto!”), obviamente se, este sí, suicidó al no intervenir en Auschwitz: así pudo morir dios, por tercera vez, hace ochenta años.

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