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Contra el golpe del Tribunal Constitucional: defender la autonomía parlamentaria

Imagen de archivo de un pleno en el Senado, donde se ha fijado para el próximo jueves el debate de la reforma del Código Penal, tras su bronco paso por el Congreso.EFE/ Rodrigo Jiménez

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Pasó con la privación del escaño de Alberto Rodríguez. Ocurrió antes con la arbitraria conculcación de derechos de diputados independentistas. Y podría haber pasado una vez más este jueves si el Tribunal Constitucional hubiera ordenado al Congreso suspender la votación de la reforma que permite renovar sus miembros con mandatos caducados. La víctima, una vez más, habría sido la autonomía parlamentaria. Un nuevo atropello a la autonomía de la Cámara que, como miembros de la Mesa del Congreso, nos habría obligado a dar un paso al frente en defensa de la legalidad. 

La gravedad de la situación es indiscutible. El Partido Popular lleva tiempo instrumentalizando de manera espuria el Tribunal Constitucional para bloquear iniciativas progresistas o que sencillamente cuentan con mayorías legislativas contrarias a sus posiciones. De ese modo, están dinamitando un modelo constitucional que lleva un siglo a sus espaldas. Los tribunales constitucionales se crearon en Europa en los años veinte del siglo pasado. Su impulsor, el jurista austríaco Hans Kelsen, lo hizo con un objetivo claro: proteger derechos básicos, asegurar la división de poderes y evitar que minorías conservadoras pudieran bloquear por sistema reformas impulsadas por mayorías parlamentarias progresistas o simplemente democráticas.

Lo que Kelsen vio a comienzos del siglo pasado fue cómo el sufragio universal permitía que partidos obreros, partidarios de reformas sociales profundas, ganaran peso en los parlamentos. Y vio también cómo las derechas políticas recurrían a jueces vinculados a las élites tradicionales o directamente provenientes de regímenes autoritarios o dictatoriales para frenar esos avances. Para contrarrestar esta ofensiva judicial antidemocrática, Kelsen consideró que había que reforzar el papel de los parlamentos como máximos representantes de la soberanía popular. De ahí su propuesta de crear un órgano específico, el Tribunal Constitucional, que funcionara de manera autónoma del Poder Judicial, con miembros que podrían ser escogidos por los propios partidos en función de las mayorías sociales del momento. Sus funciones, eso sí, estaban muy delimitadas. Proteger los derechos, resolver conflictos entre órganos y censurar aquellas leyes que, una vez promulgadas, pero no antes, contradijeran nítidamente el contenido de la Constitución.

El Tribunal Constitucional no estaba concebido para paralizar preventivamente los trámites legislativos. Por el contrario, su función era respetar la presunción de legitimidad de las actuaciones de los parlamentos democráticos y actuar como una suerte de “legislador negativo”, expulsando del ordenamiento solo aquellas leyes ya promulgadas que lesionaran claramente la Constitución.

A la derecha política y judicial de aquel período de entreguerras nunca le gustó este modelo constitucional democrático. A las derechas actuales vinculadas al PP y a Vox, tampoco. Por eso han intentado dar un golpe contra él por diferentes vías. De entrada, intentando controlar la composición y la orientación ideológica del poder judicial, impidiendo que jueces o juezas progresistas, o simplemente garantistas, puedan abrirse camino. Por otra, convirtiendo al Tribunal Constitucional en una herramienta partidista con capacidad de bloquear cualquier iniciativa de una mayoría social o parlamentaria que no sea la propia.

En estos días se ha visto con toda claridad. La minoría integrada por el Partido Popular, Vox y Ciudadanos, ha pretendido que el Tribunal Constitucional actúe como un ariete contra la autonomía del Congreso y contra las mayorías legislativas allí existentes. Supuestamente lo hacían para proteger los derechos de sus diputados. Pero valerse de un amparo “preventivo” para solicitar medidas cautelarísimas que bloqueen el procedimiento legislativo en el Congreso es otra cosa. Es intentar introducir de manera furtiva un control previo de las leyes que la Constitución no recoge y que hoy el Tribunal Constitucional tiene vedado.

Insistimos: que las derechas quieran proteger sus derechos es lícito y tienen muchos momentos procesales para hacerlo. Lo que resulta inadmisible es su intento de frenar debates y votaciones legítimas, aunque con ello se lesionen, a su vez, los derechos de una mayoría parlamentaria clara y transversal que sí quiere que salgan adelante. Y lo que más subleva: que lo hagan instrumentalizando un Tribunal Constitucional con mandatos caducados cuya renovación ellas mismas han bloqueado por todos los medios.

Si el jueves de la semana pasada se hubiera impedido la votación en el Congreso, no solo se habría consumado una grave adulteración de la función que la Constitución y las leyes atribuyen al Tribunal Constitucional. Se habría producido un golpe irreparable contra la división de poderes y contra la inviolabilidad del Parlamento como principio irrenunciable en cualquier democracia constitucional digna de ese nombre.

Tras la reforma del 2015 impulsada por el Partido Popular, el Tribunal Constitucional ya impidió al Parlament de Catalunya discutir simplemente sobre el derecho de autodeterminación o reprobar los actos de corrupción atribuidos a Juan Carlos de Borbón. Lo que se pretende ahora es ir un paso más allá y suspender cautelarmente iniciativas legislativas de ámbito estatal sin tener jurisdicción para ello.

Si el Constitucional hubiera requerido al Congreso suspender la votación del lunes sin soporte legal, sin dudas nos hubiéramos visto obligados, como miembros de la Mesa de la Cámara, a defender su autonomía. Ya actuamos así cuando, en tutela de dicha inviolabilidad, nos negamos a suspender los derechos de diputados independentistas que habían sido votados por la ciudadanía. Y lo hicimos, también, cuando nos opusimos a que la presidenta Meritxell Batet privara a Alberto Rodríguez de su escaño en supuesto cumplimiento de un mandato de Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

Haber acatado ahora un nuevo atentado contra la autonomía parlamentaria, esta vez proveniente del propio Tribunal Constitucional, hubiera sido consentir una insubordinación antidemocrática que habría marcado para siempre la historia de nuestro parlamentarismo. En virtud del recurso de recusación presentado contra Pedro González-Trevijano y Antonio Narváez Rodríguez, la mayoría conservadora del Tribunal Constitucional se ha visto obligada a posponer para el lunes la resolución de las peticiones del Partido Popular. Si ese sector, sin embargo, rechaza la recusación, podría consumar el golpe e intentar que el debate no prosiga en el Senado.

Una situación semejante nos colocaría nuevamente ante lo que venimos denunciando a lo largo de estas líneas: un atentado artero contra la Constitución, contra la ley orgánica que regula el funcionamiento del Tribunal Constitucional y contra una tradición de constitucionalismo democrático que se remonta a los tiempos de Kelsen. Esperemos que no ocurra. Y, si finalmente pasa, si el Tribunal Constitucional insiste en agredir la legalidad constitucional, tanto el Congreso como el Senado deberían levantar una voz de dignidad y negarse a aceptar su requerimiento, tal como plantea el catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad del País Vasco, Iñaki Lasagabaster. Ese sería su deber. En defensa de la autonomía parlamentaria, en defensa de la legalidad vulnerada, y contra un intento de “atropello democrático” que debe frenarse en seco antes de que el daño resulte irreparable. 

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