La justicia al rescate de la política europea
En el contexto del recurrente debate sobre el déficit democrático de la UE, la Iniciativa Ciudadana Europea (ICE), por la que un millón de ciudadanos europeos pueden promover nueva legislación, fue considerada como una de las principales innovaciones del vigente Tratado de Lisboa.
Gestada en la fase final de las negociaciones del malogrado Tratado Constitucional para Europa, la coincidencia de políticos y académicos era prácticamente unánime a la hora de narrar las potenciales virtudes de la ICE para la mejora de la relación entre instituciones y ciudadanos europeos. Se llegó a reconocer en este mecanismo europeo de participación ciudadana una “tercera legitimación democrática” de la UE junto a la de Parlamento y Consejo, convirtiéndose en uno de los ejes destacados por el presidente Zapatero durante la última presidencia española de la UE.
Como demuestra la experiencia española, muchos ciudadanos no fueron ajenos a las bondades del nuevo instrumento. Según el Eurobarómetro posterior al referéndum del Tratado Constitucional de 2005 en España, el 45% de los votantes conocían el mecanismo y un 65% consideraban que el Tratado reforzaría la democracia a nivel transnacional. Este amplio conocimiento ciudadano se considera como uno de los factores favorables a la aceptación del nuevo texto en nuestro país y nuestro entonces más amplio acercamiento y reconocimiento de la UE.
Según las previsiones, con el reconocimiento de derechos de participación política como los que otorga la ICE, debería de haberse visto reforzado el sentimiento de ciudadanía y pertenencia al proyecto comunitario. Sin embargo, con una profunda crisis económica de por medio, los niveles de aceptación del proyecto europeo se sitúan en las tasas más bajas de su historia. La ICE, lejos de las pretensiones originales, aparece como un mecanismo entumecido por la visión cicatera de la política que proyecta la Comisión Europea y que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) pone ahora en cuestión.
En lo que va de año, el alto tribunal europeo ha anulado 2 de las 20 decisiones de la Comisión de denegación de registro de una ICE, poniendo en tela de juicio la actitud restrictiva del Ejecutivo comunitario respecto de un instrumento de participación ciudadana llamado a contribuir a la superación de la persistente crisis de la representación política.
El último caso, resuelto el 10 de mayo (T-754/14), avala la toma en consideración de la ICE “Stop TTIP”, contraria a la negociación del CETA con Canadá y de la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión que Donald Trump se encargó de sepultar. Según sus organizadores, más de 3 millones de firmas la avalan, el triple de las necesarias. La anterior sentencia, de 3 de febrero (T-646/13), se refiere a la propuesta “un millón de firmas a favor de la diversidad”, en defensa de la protección de las minorías nacionales y lingüísticas y el refuerzo de la diversidad cultural y lingüística de la UE. La iniciativa cuenta ahora con plazo de firmas abierto hasta abril de 2018.
Los números de la fallida experiencia de la ICE hablan por sí mismos. De las 66 ICE puestas en marcha en poco más de 5 años de funcionamiento del mecanismo, 20 fueron denegadas por cuestiones de forma (caso de las 2 readmitidas), 18 no alcanzaron el umbral de firmas necesarias y 14 fueron retiradas antes de plazo. Solo 3 iniciativas fueron tomadas en consideración, una de las cuales resultaría aceptada, todas ellas de 2012, año de puesta en marcha del nuevo instrumento. Otras 11 ICE permanecen abiertas, a la vista del panorama, con perspectivas poco halagüeñas.
Hace ahora dos años, la Comisión realizaba el primer balance trianual de la implementación de la ICE mostrando una visión autocomplaciente contradictoria con la evidencia de unos datos que reflejan el fugaz auge y declive en el uso del instrumento (20 propuestas activadas en 2013 frente a las 5 de 2016) y el escaso resultado de una única ICE aceptada, sobre el derecho al agua, pendiente después de cinco años de los desarrollos legislativos que contempla.
La segunda revisión del instrumento, que se producirá en 2018, supone una nueva oportunidad para abordar las carencias que encuentra la regulación de un mecanismo pensado para hacer a la ciudadanía europea copartícipe del proyecto comunitario, una finalidad que está lejos de conseguir en la actualidad y a la que la Eurocámara debería de dar respuesta antes de las elecciones europeas de 2019.
Debemos de considerar que los mecanismos de tipo indirecto como la ICE –a diferencia de los directos como el referéndum– depositan en la representación política la decisión final sobre una propuesta ciudadana surgida “desde abajo”. Por tanto, nada debe de hacer temer a legisladores y/o gobernantes sobre el contenido de unas propuestas que, en última instancia, les corresponde decidir a ellos mismos.
Cabe valorar además la función de la ICE como herramienta de construcción de la ciudadanía europea, en particular, a la vista de que más del 70% los miembros de los comités organizadores de las iniciativas cuentan con entre 21 y 30 años. Es más, en la activación de este mecanismo de participación, a la par de Alemania, Italia y España, y sólo superados por Francia, se sitúan los ciudadanos del Reino Unido donde se calcula que el 70% de los jóvenes votaron a favor de la permanencia de su país en la UE.
Más allá del umbral del millón de firmas o de las restricciones competenciales que invoca la Comisión para denegar el registro de un elevado número de propuestas –entre las que se cuentan iniciativas sobre cuestiones sociales y medioambientales de amplio interés como la renta mínima obligatoria o la energía nuclear–, la ICE cuenta con la particularidad de que es al Ejecutivo comunitario, esto es, a la Comisión Europea, a la que corresponde decidir sobre la pertinencia política o no de las propuestas. Una función que en los mecanismos nacionales equivalentes corresponde siempre a los parlamentos.
A falta de una propuesta legislativa de la Comisión, en el mejor de los casos, las propuestas ciudadanas pasan de refilón por el Parlamento Europeo a modo de audición informal de los proponentes a la que, con suerte, asisten algunos pocos diputados europeos.
Por hacer un paralelismo con el caso español, los efectos que se producen con el rol de la Comisión en el desarrollo de la ICE son equivalentes a los del voto de toma en consideración en Pleno de las Iniciativas Legislativas Populares en el Congreso, de manera previa a su correspondiente discusión y enmienda en tanto que iniciativas legislativas propiamente dichas. En España, esta previsión da lugar al rechazo sin debate de más de un tercio de las propuestas (39 de 99 ILP), con otro tanto que no alcanza el umbral de firmas (40), unos porcentajes muy semejantes a los de la ICE.
La regulación efectiva de este tipo de resortes de participación pasa por dotar a la ciudadanía de la posibilidad de defender sus iniciativas y contrastar sus propuestas con los representantes democráticamente elegidos en las urnas. Así sucede en los modelos de nuestro entorno con un funcionamiento más efectivo de las iniciativas populares. Se trata apenas de un ejercicio democrático tan sano como necesario, más en el actual escenario sociopolítico de patente desencanto, que los partidos políticos tradicionales deberían de practicar contribuyendo a la oxigenación del circuito democrático y a la contención del alarmante alejamiento de ciudadanos e instituciones.
En resumen, la consideración parlamentaria de las propuestas ciudadanas en debate con sus promotores, conforme a una perspectiva material de tipo inclusivo, en la línea marcada por el TJUE, son algunos de los principios básicos que debería de contemplar la futura revisión de la regulación de la ICE como instrumento efectivo de participación. Principios que, por otra parte, deberían aplicarse a la también fallida Iniciativa Legislativa Popular de nuestro ordenamiento nacional.
El ejercicio del debate parlamentario con los promotores de iniciativas legislativas en ningún caso dañará la calidad de la democracia. Lo contrario, la mejora de la consideración de la representación política por parte de la ciudadanía parece, además de deseable, más que probable.