La lucha global contra el COVID-19: Llega la hora del G-20
La expansión de la pandemia del coronavirus COVID-19 aboca al mundo a dos crisis de grandes proporciones. En primer lugar, una crisis de salud pública, con la pérdida de miles de vidas y un número creciente de infectados en más de 150 países. Y, en segundo lugar, una inminente contracción de la actividad económica sin precedentes desde 2008 (o quizás incluso 1929), como resultado de la pandemia y de las drásticas medidas de contención que han debido adoptar los gobiernos de todo el mundo.
Estas dos crisis tienen un denominador común: son crisis globales. Como hemos escuchado repetidamente estos días, el virus no conoce de fronteras. Y como empezaremos a comprobar en cuanto se publiquen los principales indicadores económicos del segundo trimestre en todo el mundo, cabe decir lo mismo del impacto del COVID-19 sobre el crecimiento, el empleo y los ingresos de las familias a lo largo y ancho del planeta. Hace tres semanas, la OCDE esbozaba un posible escenario de reducción del crecimiento de la economía mundial a la mitad (del 3 al 1,5%) este año, una estimación que a día de hoy puede considerarse como muy optimista.
Sin embargo, y a pesar de la naturaleza global de las amenazas, las respuestas a estas dos crisis han sido hasta el momento fundamentalmente de naturaleza nacional y (tímidamente todavía) europea. Dos semanas después de que la OMS calificara al COVID-19 como pandemia, es hora de articular una respuesta al virus también desde el ámbito global. Contamos para ello con un poderoso instrumento, herencia en su formato actual de la crisis financiera de 2008: el G-20.
El G-20 agrupa a 19 países más la UE y España (este último como país invitado permanente) que suponen, en conjunto, el 80% del PIB mundial, dos tercios de la población y alrededor del 90% de los infectados por COVID-19. El G-20 es además un mecanismo flexible y ágil, basado en la participación directa de los jefes de estado y de gobierno, lo que asegura el liderazgo político al máximo nivel. Pero quizás el mejor activo del G20 como foro para dar una respuesta a la crisis es su experiencia y liderazgo en la coordinación de la respuesta a la crisis financiera internacional de 2008. Desde entonces, el G-20 ha evolucionado hacia una plataforma de diálogo político de alto nivel que trata un número cada vez mayor de cuestiones globales, casi todas ellas de gran importancia, pero con un impacto cada vez más reducido, unos compromisos más difusos y con un menor nivel de cohesión interna en un contexto de cuestionamiento del sistema multilateral por parte de varios de sus miembros (con los EEUU de Trump a la cabeza).
Tras la llamada del presidente Sánchez, la convocatoria por parte de la presidencia saudí de una cumbre especial del G-20 en formato telemático dedicada a las consecuencias del COVID-19 es una excelente noticia y una oportunidad para recuperar el ADN del grupo como “consejo de seguridad económico” en momentos de crisis. Para ello, el G-20 puede (y debe) contribuir a la lucha global frente a la pandemia y sus consecuencias en una doble dirección.
En primer lugar, los líderes del G-20 deberían mandar un mensaje inequívoco sobre su compromiso para trabajar conjuntamente en la emergencia sanitaria. En este urge eliminar las restricciones a la exportación de material sanitario necesario para combatir el COVID-19, definir criterios claros para los cierres de fronteras (que deberían ser en cualquier caso temporales y dirigidos estrictamente a la contención del virus), favorecer el intercambio de datos en tiempo real sobre la evolución de la pandemia así como de experiencias y buenas prácticas, promover a escala internacional iniciativas de asistencia mutua como las que China está llevando a cabo con el envío de material y personal Italia o España, o impulsar la cooperación transfronteriza en la búsqueda de una vacuna para el virus. Más a largo plazo, el G-20 debe empezar a pensar ya en la siguiente pandemia, impulsando un mecanismo multilateral, bajo el manto de la OMS, dirigido a la prevención, preparación y respuesta ante emergencias sanitarias internacionales como bien público global de primera magnitud y resolviendo los problemas crónicos de financiación que afectan a la propia OMS.
En segundo lugar, el G-20 debería inspirarse en su propio trabajo en los primeros compases de la última crisis, y liderar la coordinación de los diferentes estímulos fiscales y monetarios. Los bancos centrales del G-7 ya han dado los primeros pasos, pero los mercados (y los ciudadanos) esperan también un mensaje inequívoco de que las principales economías del mundo están dispuestas a disparar toda la munición fiscal posible, en función de las capacidades de cada miembro. Esta coordinación es importante en el corto plazo, a la vista de los importantes programas que los distintos países, España incluida, están poniendo en marcha ya para limitar los daños económicos del COVID-19, pero lo será todavía más cuando pase lo peor de la crisis sanitaria (este verano, según nos indican los expertos) y sea preciso plantear estímulos fiscales si cabe más ambiciosos para estimular la demanda agregada y tratar de alcanzar los niveles de crecimiento previos a la crisis.
Además de la coordinación de los estímulos nacionales, este “whatever it takes” fiscal debería tener una dimensión multilateral. Aunque la crisis sanitaria esté afectando fundamentalmente y por el momento a países desarrollados o de renta media, aumentan ya las infecciones en diversos países en desarrollo expuestos a una doble vulnerabilidad: unos sistemas sanitarios poco preparados para hacer frente a emergencias como el COVID-19 y un escaso margen fiscal para mitigar los efectos de una ralentización económica brusca. El G-20 debe pues invitar al FMI, el Banco Mundial y los bancos regionales de desarrollo a exprimir al máximo su capacidad de préstamo y evaluar opciones para liberar recursos en términos concesionales que permitan un apoyo financiero contracíclico eficaz para los países menos desarrollados. Si entre 2008 y 2009, estas instituciones fueron capaces de doblar su nivel de financiación en respuesta a la llamada del G20, ahora deberían poder movilizar al menos unos 100.000 millones de dólares adicionales a los 190.000 millones que aprueban anualmente.
¿Es realista esperar que la declaración final de la cumbre ofrezca compromisos tangibles en todas estas cuestiones? Seguramente no. Ha habido poco tiempo para prepararla y no es fácil cambiar una dinámica de años en una única videoconferencia. Pero el COVID-19 es un baño de realidad frente a las retóricas populistas que reivindican las fronteras y las soberanías excluyentes. La mera celebración de una cumbre del G-20 en un contexto de emergencia mundial puede significar un punto de inflexión para reivindicar un multilateralismo eficaz que ponga en valor la cooperación, la coordinación y la asistencia mutua como herramientas fundamentales para hacer frente a los desafíos que afrontan nuestras sociedades.
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