Las máquinas también lloran, pero usted no es Simone Biles
Por un momento pareció que el mundo se había quedo a oscuras. La pirueta mal medida de Simone Biles y su salida del tapiz, con el consiguiente abandono temporal de la competición olímpica alegando “ansiedad” o, lo que es lo mismo, una “quiebra emocional” ante el temor, se entiende, de no alcanzar las cuotas de perfección que se esperaban de ella, encendieron todas las alarmas de este “mundo feliz”, en permanente espectáculo –ahora toca el jolgorio de las Olimpiadas–, al que la sociedad de consumo ha encadenado nuestras vidas.
Por un momento, la industria de la comunicación y las multinacionales tambalearon, dudaron del futuro y los periodistas dejaron a un lado el guion de la euforia, escrito para la ocasión, para reflexionar –el desasosiego duró un par de días– sobre qué está ocurriendo con el deporte de élite, cuando una chica, en la cumbre del éxito, “lo tira todo por la borda” por un simple tropezón. Aunque, al final, ha vuelto a competir, tras “calmar” su mente, en la modalidad “barra de equilibrio”, consiguiendo la medalla de bronce.
Pero la alarma había saltado ya; es decir, las dudas sobre la perfección absoluta y los métodos para intentar lograrla se habían instalado en el deporte de élite o de “alto rendimiento”. Ni siquiera la intervención parlamentaria de Íñigo Errejón, hace unos meses, denunciando la grave situación en la que se encontraba la salud mental en España, había tenido tanto eco en España. Y es que nada estimula tanto a la mass media como el fracaso de aquel que aspira a ser perfecto. Y Simone Biles era la diosa inalcanzable que iba a coronarse definitivamente en el olimpo de Tokio.
Pero hete aquí que Simone falló. No distinguía, dijo, “si estaba abajo o arriba”. ¡Y adiós al éxito! Mas ¿qué es el éxito? Éxito debería ser algo tan simple como poder participar o, si se quiere, disfrutar con lo que se hace. Pero si todo se automatiza, y uno se comporta como un robot, es decir, como una máquina programada para saber qué ha de hacer en cada momento, el riesgo que se corre es que los triunfos estén supeditados al comportamiento de las “piezas” que conforman nuestro cuerpo, ya sean estas físicas o mentales. Porque las piezas fallan. Fallan las físicas; algo fácil de entender. Pero también falla la mente, aunque, inexplicablemente, apenas la gente lo comprenda, tal es el fragor en el que se batalla por esa ansia de triunfo que todos llevamos dentro.
Hasta que Simone Biles ha enfermado y, ahora sí, la salud mental cobra carta de naturaleza. La prensa más sesuda le dedica editoriales y proliferan los artículos y espacios en radio y televisión sobre el tema. Aunque todo acabará, probablemente, siendo un espejismo; es decir, la salud mental, una vez más, será el patito feo de las políticas de salud pública. De hecho, “el asunto Simone”, unas semanas después, ya es pasado y la euforia volvió pronto a los micrófonos, en el día a día de los Juegos.
La depresión en el deporte sigue estando ahí; como está en la sociedad. Ansiedad, tristeza, insomnio, miedo... son los síntomas más comunes que delatan una mente enferma. En el deporte de élite, el atleta se somete, durante años, a los programas más estrictos para lograr la perfección, ansía tocar el cielo. En torno a él se va creando una nube falsa de confort que, al tiempo que le aúpa y le alimenta, le devora. Está su entorno más cercano (familia, amigos, halagadores), el equipo (entrenador, masajista, sicólogo, asesor, relaciones públicas y de prensa, multinacional que le patrocina) y, finalmente, los medios de comunicación a los que solo le interesan de él sus éxitos. El mundo, entonces, empieza a creer, en un gran estadio abigarrado de público, pendiente de él.
Entre tanto, han llegado los JJ OO de Tokio. La COVID-19 ha volado como un fantasma sobre los estadios vacíos para robarles los aplausos a estos dioses, que tanto los necesitan. En parte, su equilibrio, su fuerza, su superación... se asienta sobre esos graderíos ahora silentes, que en otra hora, les alentaban con sus cánticos y gritos. En Tokio no han tenido nada de esto y entonces tropiezan, caen, se desequilibran, dan un paso en falso, deambulan... o se les olvida el guion. Ocurre que se ahogan en medio del silencio atronador aunque la música de fondo quiera mitigar su miedo al vacío.
El abandono inesperado de la competición olímpica de Simone Biles predispuso, por un instante, a esta sociedad del siglo XXI, instalada en la necesidad de gozar por encima de todo, a una reflexión que, ya lo he dicho, ha pasado entre nosotros como una calentura: de ser una especie de tornado con proliferación de artículos, opiniones y sesudos argumentos en los medios de comunicación de masas (mcm), a apenas dejar huella. Ya estamos otra vez subidos al caballo de la euforia. Hay que ganar como sea... Queda de tiempo un minuto y 27 segundos, pierde el equipo de baloncesto de España con EE UU por 12 puntos y el locutor y los comentaristas de turno se desgañitan y preguntan si hay que arrojar la toalla ya o si cabe todavía mantener encendida la llama de la victoria de España. Ganar, ganar, ganar es lo que importa, aunque sea materialmente imposible. Nos nutrimos de victorias, obviamos la derrota como si lo importante de verdad no fuera participar. Jugar, divertirse; en este caso, estar ahí, en el templo del olimpismo. ¿Qué importa si se llega el último? Lo importante es participar, dijo el Barón de Couvertin, aquilatando el lema de los Juegos y por ende, de toda competición deportiva que se plantee como goce y medio para cuidar la salud.
Lo que importa es vivir. Disfrutar con lo que se hace. Y no dejarse atrapar por la charlatanería de la mass media que si no comercian con nosotros no viven. Comercian con los sentimientos de la gente y con los productos de quienes les patrocinan, lo mezclan todo y, en ese totum revolutum con el que cada día nos emboban, se apoderan de nuestra mente y emociones.
Ha pasado “la nube” Simone Biles y hace un par de meses pasó la de Naomi Osaka, cuando en el torneo de Roland Garros dijo sentirse como un juguete roto. Estos días se suceden las confesiones y abandonos de muchos deportistas que aseguran “no poder más” con la presión, como ha declarado, entre lágrimas, el levantador de pesas chileno, Arley Méndez. Son solo tres muestras, entre las muchas que podrían extraerse de la trastienda del deporte de élite; ese que quieren que creamos que pertenece a un mundo perfecto.
He tomado la experiencia de estos JJ OO como ejemplo para recordar e insistir que ninguno de nosotros está libre de verse atrapado por la telaraña de la enfermedad mental.
En estos tiempos de pandemia, confinamiento y soledad, la híper actuación de los mcm con el dramatismo que trasmiten al desmenuzar la vida y milagros de los “héroes” deportivos –están a punto, siempre, de arrancarnos la lágrima– da la impresión de que intentan devorarnos, convertirnos en una presa fácil para sus intereses comerciales. Así que, lo que se me ocurre es decirles que se desenchufen. Desenchufen sus aparatos. Ahora es el momento... Porque dentro de unos días volverá la liga de fútbol, la de baloncesto... Y si usted está atrapado, ya no podrá huir. Huya ahora al campo, enfrásquese en la lectura de un libro, vaya a la plaza del pueblo a conversar. Disfrute haciendo lo que le dé la gana... ¡Eso sí que es tener éxito y triunfar!
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