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La migrante alienada

Los trabajadores de Metro de Madrid pararán los días 19, 20 y 21 de marzo

Paula Guerra Cáceres

En las sociedades donde las personas migrantes/racializadas ocupamos ese espacio de representación simbólico definido como “otredad”, convertirnos en una migrante alienada nos permite creer que subvertimos el orden jerárquico establecido, aquel que nos sitúa en una posición de desventaja dentro de la estructura social. La alienación es, ante todo, una estrategia inconsciente de supervivencia en el marco de un entorno que nos recuerda permanentemente que no formamos parte del proyecto europeo.

Por este motivo, es fácil que las personas migrantes asumamos no solo el discurso del país receptor, sino también su cosmología. De este modo, encajamos en nuestro hacer y decir cuestiones que nada tienen que ver con nuestra idiosincrasia ni forma de pensar. Lo hacemos para sentirnos menos extrañas, menos diferentes, menos “otras”. En ese marco de asimilación reprochamos el que otras personas migrantes no encajen en el proyecto europeo, al que asignamos un valor de ideal o meta.

El mejor ejemplo de esta alienación quedó reflejado tras los ataques terroristas de Barcelona el 17 de agosto, cuando las redes sociales se llenaron de comentarios de personas migrantes exigiendo la expulsión inmediata de los musulmanes del territorio español.

Las críticas iban más allá de los ataques terroristas, hacían alusión a esos otros que no son como nosotros. ¿Quién era ese “nosotros” en aquella defensa de los valores cristiano-europeos ante la barbarie mora? Ese nosotros es el blanco europeo, categoría a la que nos acercamos mientras más lejos nos encontremos de la otredad.

Esta alienación, o colonización del pensamiento, viene casi siempre marcada desde los países de origen que han tenido como referencia el proyecto modernizador europeo occidental, cuyo paraguas epistemológico ha invisibilizado, y sigue invisibilizando, gran parte de la producción de pensamiento decolonial surgido en algunos sectores de América Latina, África y Asia.

Nos hemos nutrido del saber blanco y europeo como fuente legitimada de conocimiento, hemos construido desde este saber diferentes categorías y hemos creado desde estas categorías certezas inamovibles. Cuando llegamos a la metrópoli nuestro pensamiento colonizado no hace más que consolidarse ante la necesidad emocional y psicológica de sentirnos parte del lugar donde hemos establecido nuestra vida, situación que enlaza perfectamente con el discurso europeo asimilacionista que exige de la población migrante una adquisición de los valores europeos aunque ello implique el abandono de los valores propios, basados en una cosmovisión propia.

Todas hemos sido, somos y seremos migrantes alienadas. 500 años de aculturación no se borran de un plumazo. Para dejar de serlo es necesario deconstruir el relato aprendido mediante un proceso de autoliberación del pensamiento colonial, de tal forma de comprender que no existe un “nosotros” civilizado europeo (al que hay que acercarse) frente a un “otro” incivilizado y primitivo (del que hay que huir). Ambas categorías están construidas desde el poder político-ideológico que extiende y perpetúa su dominación definiendo interesadamente qué es lo bueno y qué es lo malo.

Debemos reivindicar nuestra propia narrativa y hacernos sujetos de nuestro propio discurso. Esa es la consigna. Solo desde nuestras singularidades identitarias podremos aportar a la construcción de una sociedad más abierta y plural.

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