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La necesaria reforma de las oposiciones

Opositores realizando un examen. Cedida/Europa Press

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En abril de 2019 el presidente Macron anunció una revisión en profundidad de la función pública superior, afirmando que no podía permanecer al margen del proceso de modernización de las estructuras del Estado. Para superar la pérdida de confianza de los ciudadanos hacia las élites políticas y administrativas, Francia ha procedido a una verdadera refundación del sistema de selección, formación y carrera profesional de los altos funcionarios.

No recuerdo que en el Parlamento español se haya debatido nunca sobre los criterios de selección de los funcionarios de los cuerpos superiores, es decir, sobre el perfil de los futuros directivos públicos. Cómo seleccionar a los mejores diplomáticos, inspectores de Hacienda o abogados del Estado es algo que nunca ha preocupado a nuestros legisladores. Se supone que son cuestiones de personal, cuestiones técnicas de las que se encargan los propios funcionarios y sus tribunales de oposiciones.

Este desinterés de los responsables políticos hacia los procesos de formación de las élites burocráticas ha tenido consecuencias negativas. Sin liderazgo e impulso político los procesos de modernización e innovación nunca triunfan. El resultado es que carecemos de una política pública dirigida a atraer el talento a la Administración.

Los sistemas selectivos están muy detalladamente regulados en su vertiente formal como procedimientos administrativos: publicidad de la convocatoria, transparencia, imparcialidad y profesionalidad de los miembros de los órganos de selección, seguridad jurídica de los interesados, etc.

Pero en cuanto a las concretas técnicas de selección de personal empleadas en los procesos selectivos, que son la herramienta para atraer el talento, la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público y sus normas de desarrollo no contienen ninguna previsión.

El derecho genérico de los ciudadanos a convertirse en funcionarios tiene como contrapartida la obligación de la Administración de seleccionar a los más idóneos. Pero nuestra legislación de función pública, aprobada en sede parlamentaria, no contiene ninguna previsión que obligue de manera efectiva a la Administración Pública a utilizar técnicas de selección que sean realmente idóneas para valorar la capacidad de los aspirantes.

En la Administración española, las sucesivas leyes generales dictadas en cada momento con el propósito de dotar de un régimen jurídico homogéneo a los empleados públicos se han abstenido siempre de regular de manera intensa o pormenorizada el acceso a la función pública, es decir, los procedimientos y los sistemas de acceso a los respectivos cuerpos.

Es preciso llegar a resoluciones administrativas de segundo rango, normalmente resoluciones de las subsecretarías ministeriales, para encontrar la descripción de las técnicas de selección, realizada ahora sí con verdadera intensidad normativa: el temario o programa de las pruebas, la configuración de las propias pruebas, el sistema de calificación, la relación de méritos que, en su caso, se tendrán en cuenta en la selección, la necesidad de realizar o no un periodo de prácticas o un curso selectivo, etc.

Esta falta de intensidad normativa en el nivel legal, que corresponde al Parlamento, no es casual ni gratuita. La configuración de los procesos queda en manos de autoridades administrativas de segundo nivel, no sujetas al escrutinio público ni a la rendición de cuentas ante el Parlamento.

En consecuencia, en ningún momento se ha planteado un verdadero debate parlamentario y político con el objetivo de configurar un sistema selectivo que sea sostenible para los candidatos, que no suponga costes excesivos y socialmente discriminatorios, que garantice las mismas oportunidades a todos los aspirantes y que permita seleccionar a los más idóneos.

Nunca hemos tenido en España una verdadera política pública en materia de función pública superior. El resultado es que no contamos con una regulación legal ni reglamentaria de los procesos selectivos que obligue a la Administración a utilizar técnicas de selección óptimas para seleccionar a las personas más adecuadas. Ante la ausencia de regulación legal, se ha producido un fenómeno de empoderamiento de los propios cuerpos de funcionarios superiores, que han terminado capturando la regulación del acceso a la función pública superior.

La oposición -que es la técnica selectiva usual para acceder a la alta función pública- no es un sistema amigable. Además, se ha convertido en una técnica obsoleta para comprobar la capacidad real y los conocimientos de los aspirantes.

Supone evaluar los conocimientos mediante temarios extensos hasta la hipertrofia, series extenuantes de cinco o más ejercicios eliminatorios, pruebas orales consistentes en la exposición memorística de conocimientos, casos prácticos tan rebuscados que son irreales, etc. Se sostiene sobre un importante componente memorístico que nada tiene que ver con la metodología de enseñanza universitaria post-Bolonia. Un célebre administrativista español dijo que era un sistema “patológicamente memorístico”, expresión que hizo fortuna.

Supone dedicar varios años a preparar las pruebas de los procesos selectivos, cuyo desarrollo puede prolongarse durante un año o más. Todo el coste lo asume el candidato y su familia, lo cual crea un sesgo con respecto al origen social y económico de quienes opositan.

Algo que sí ha tenido en cuenta la reforma de Macron, que ha establecido a partir de 2021 pruebas selectivas de acceso a la función pública superior con convocatorias y plazas reservadas a los estudiantes procedentes de medios sociales desfavorecidos.

Las técnicas de selección que utiliza la Administración Pública debieran estar validadas desde la evidencia empírica y además recogidas en la normativa reguladora de la función pública. Pero no es así. Los principios y métodos de selección de los funcionarios públicos se asientan más en la cultura administrativa que en las previsiones del ordenamiento jurídico de rango legal. Me refiero a la cultura de la organización, la cultura institucional, entendida como el conjunto de creencias, experiencias, hábitos, costumbres y valores que caracteriza a la alta función pública.

La cultura organizacional tiene varios efectos sobre el comportamiento de sus miembros. Mediante los elementos simbólicos de la cultura, la organización y sus miembros establecen procesos de identidad y de exclusión. En el ámbito de la Administración Pública la cultura organizacional se aplica de manera muy intensa en los procesos de atracción y selección del personal, lo que tiene el efecto de consolidar y perpetuar aún más la cultura existente.

La clave de esta tendencia se encuentra en el corporativismo: para mantener o incrementar el sedicente prestigio de los cuerpos superiores, las autoridades administrativas que detentan la regulación de los procesos selectivos se resisten a auditar de forma empírica la eficacia real del sistema, y también a valorar sus costes personales y sociales.

Comparemos la situación con la reforma de los estudios universitarios a raíz del proceso de Bolonia. Mientas todas las enseñanzas universitarias se han racionalizado utilizando el crédito europeo (ECTS) como unidad de medida del haber académico, los programas de acceso a la función pública superior se establecen anualmente por las respectivas autoridades ministeriales sin sujetarse a ningún proceso científico de evaluación y verificación.

El Tribunal Constitucional ha señalado que el legislador cuenta con un amplio margen para diseñar el sistema de acceso a los empleos públicos, para regular las pruebas de selección de funcionarios, para determinar cuáles han de ser los méritos y capacidades que se tomarán en consideración.

Son los cuerpos superiores de la Administración Pública quienes mantienen a ultranza unas técnicas de selección de personal anacrónicas. Lo hacen porque el Gobierno ha hecho dejación de sus funciones. Ante la falta de dirección política, las corporaciones tienden a empoderarse. Sus prácticas terminan impregnando la cultura de la organización. No es un problema exclusivo de nuestro país. En Francia, la reforma impulsada por el presidente Macron ha hecho una rotunda crítica al corporativismo, que definió directamente como funesto.

Pero el modelo debe evolucionar. Hay que modernizar el sistema de oposición para que, manteniendo sus características de igualdad y de objetividad, pueda captar el talento con un menor coste social y personal.

Se trata de una técnica de selección de personal que debe ser mejorada y perfeccionada. Ahora bien, cualquier iniciativa reformista fracasará si no se aborda con verdadero impulso político. Las élites burocráticas son resistentes al cambio, desean mantener el statu quo, y la alta función pública de nuestro país no es ninguna excepción a esta regla general.

El director de la Agencia Estatal de Administración Tributaria decide con total autonomía el perfil profesional, los requisitos y las características de las pruebas para acceder a todo el empleo público de la Agencia. El Subsecretario de Asuntos Exteriores decide libremente en sus convocatorias anuales el perfil profesional de los futuros diplomáticos. Los ejemplos pueden multiplicarse.

Las resoluciones que publican las convocatorias de oposiciones y sus bases no están sujetas a ningún proceso de verificación ni de control de calidad. No hay memorias justificativas, no hay estudios técnicos, no hay documentación en el expediente que avale el acierto de la decisión.

Este control corporativo se extiende a la fase de preparación de las pruebas selectivas por parte de los candidatos. La formación de opositores es un sector profesional sumamente opaco, donde se han denunciado casos de corruptelas en numerosas ocasiones.

Creo firmemente que será imposible modernizar el sistema de acceso a la función pública superior mientras no se promulgue una ley específicamente dirigida a ello. Vencer la resistencia al cambio y consolidar reformas que no tengan vuelta atrás exige apelar a la política y al Parlamento, y no confiar sin más en la buena disposición de las élites administrativas.

Consideremos la exposición oral, durante un tiempo tasado, de los conocimientos memorizados por el aspirante. Es una técnica de comprobación de conocimientos que no se utiliza en ninguna universidad del mundo. Se supone que la capacidad de superar el estrés psicológico de este tipo de exámenes contribuye al sedicente prestigio profesional del cuerpo.

Para visibilizar de manera clara que iniciamos una nueva etapa debieran suprimirse por ley este y otros aspectos anacrónicos. Sin embargo, un reciente comunicado de las asociaciones de cinco cuerpos superiores de la Administración defiende mantener los exámenes orales memorísticos, y además sin permitir al Tribunal hacer un turno de preguntas al candidato. ¿Qué lógica tiene obligar al candidato a recitar sus conocimientos, pero prohibir al Tribunal que le haga preguntas sobre su exposición?

La modernización de las oposiciones debiera inspirarse en el sistema de crédito europeo, el crédito ECTS, como unidad de medida de la cantidad de trabajo que debe realizar el aspirante para cumplir los requisitos de acceso al empleo público. Se trata de un ejercicio de transparencia para valorar si el esfuerzo que supone la preparación de las pruebas es razonable en términos de las funciones a realizar, y si es sostenible en términos individuales y sociales.

Medir y expresar en créditos europeos el proceso de acceso a los cuerpos superiores nos permitirá auditar si el contenido de los programas es adecuado al desempeño de las tareas. También valorar el esfuerzo comparativo que supone acceder a los cuerpos superiores y dilucidar si el acceso a la función pública superior, o a algunos de sus cuerpos, tiene en efecto un sesgo elitista y discriminatorio.

La utilización del crédito europeo permitiría unificar el acceso a muchos cuerpos de funcionarios, mediante pruebas comunes, realizando lo que la reforma francesa ha definido como mutualizar las pruebas de acceso. Para asesorar al Gobierno en este esfuerzo de levantar una nueva planta de los sistemas selectivos, creo imprescindible que la Administración cuente con una institución similar a lo que representa la ANECA en el mundo universitario.

Necesitamos una institución pública competente para la evaluación y verificación de los programas de las oposiciones, las pruebas que las integrarán, los criterios de valoración que observará el órgano de selección, el plan de estudios del curso de formación práctica.

Nuestros sistemas selectivos actuales están basados en la autorregulación de los distintos cuerpos superiores, en la fragmentación de los procesos selectivos, y en el mantenimiento de técnicas de selección obsoletas.

Para superar este estado de cosas se necesita impulso político, sin liderazgo político las reformas nunca triunfan. Se necesita desapoderar a los cuerpos de élite de su actual capacidad regulatoria. Esta capacidad debe residenciarse en el Gobierno, asesorado por una institución central que cumpla una función de evaluación y verificación similar a la función de la ANECA respecto a los planes de estudio de los títulos universitarios oficiales.

Luis P. Villameriel ha publicado el libro “Una propuesta legislativa para modernizar las oposiciones” (Ediciones Endymion, 2020).

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