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Regadíos, empleo y sistemas alimentarios

Biólogo y doctor en Agroecología y Desarrollo Rural Sostenible. Científico Titular en el Instituto de Economía, Geografía y Demografía del CSIC
Campo de regadío.

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La superficie agraria en regadío consume algo más del 70% del agua en el territorio español, y un 10% adicional para ganadería y otros usos agrarios. La superficie de regadío se ha elevado un 15,6% entre 2004 y 2021, y la de invernaderos en un 25,6%, mientras que la superficie agraria total se ha mantenido constante. Por mucho dinero que se gaste en mejora de la eficiencia en los regadíos (150 millones de euros/año desde inicios de siglo), el resultado es que el consumo total de agua en el sector agrario es cada año mayor. Y esto incluso sin contabilizar el consumo del más de medio millón de pozos ilegales estimados por algunas entidades. Pero este agua produce alimentos, y esto reviste una importancia estratégica incuestionable: aunque el regadío apenas representa el 22,6 % de la superficie agraria cultivada en España, en ella se obtiene el 65 % del valor de la producción final agraria. En las siguientes líneas trataré de reflexionar, a partir de los datos de superficies contenidos en (ESYRCE 2021), sobre los regadíos desde la perspectiva de otros beneficios que la alimentación aporta a la sociedad: empleo, valor añadido, seguridad alimentaria y ecosistemas diversos.

Regadíos, agricultura familiar y empleo

Se destinan importantes presupuestos públicos destinados a mejoras en la productividad a través de los regadíos, y se prevé el gasto de 563 M€ adicionales hasta 2026. Sin embargo el último Censo agrario (2020) publicado por el INE en mayo de 2022, muestra que en los últimos 10 años se han perdido un 7,6% de las explotaciones y un 7,7% del empleo. Los regadíos no revierten la concentración de tierras y beneficios en las explotaciones de mayor tamaño, sino que más bien parece que aceleran dicha tendencia, fomentando un modelo de agricultura desligada del territorio y basada en una agricultura sin agricultores. En algunos cultivos (por ejemplo los frutales y la hortaliza, que suman un 23% del regadío y se destinan en gran medida a la exportación) se sigue manteniendo empleo en las explotaciones familiares, sobre todo en las labores de cosecha y realizado en gran medida gracias a la fuerza de trabajo de origen extranjero. Otros “cultivos sociales” de regadío, que tradicionalmente requerían mucha mano de obra y por tanto han permitido fijar población en el medio rural, como el tabaco, han sido mecanizados y su potencial de empleo se ha reducido de forma muy sensible. Cultivos altamente demandantes de mano de obra, pero en secano desde hace 2000 años, han sufrido en las últimas décadas un importante proceso de reconversión, en el que la incorporación de regadío ha venido vinculada a cambios en el manejo agrario y a la mecanización, en muchos casos, de la cosecha. Es el caso del olivo (22,7% de la superficie de regadío), con la cosecha mecánica vinculada a los modelos hiperintensivos de plantación y manejo, mucho más demandantes de agua; el del viñedo (10,3%), con el paso al cultivo en espaldera y la posibilidad de cosecha mecánica en algunas variedades; o el del almendro (4%).

Regadíos y valor añadido

Las políticas agrarias de la Unión Europea se justifican por el fomento de la producción de alimentos sanos y sostenibles y de calidad, y por tanto de alto valor añadido, y capaces de fijar empleo y renta en el medio rural. Sin embargo los regadíos no siempre apoyan cultivos que generan alimentos de calidad y de alto valor añadido. Buena parte de las producciones que más agua consumen (como las frutas y hortalizas) se van al mercado exterior, con precios en origen muy reducidos. Por otro lado están los cultivos destinados a la alimentación animal (como el maíz, que ocupa el 8,8% del regadío; o la alfalfa, con el 4%), que están a su vez fuertemente subvencionados por las ayudas agroambientales europeas, sin las cuales no se sostendrían. Mientras que buena parte de la alfalfa se exporta desecada a otros países, el maíz (la mayor parte transgénico) se destina mayormente a alimentar una ganadería intensiva (sobre todo cerdo y pollo). Estas carnes tienen escaso valor de mercado por kg y amplio impacto ambiental, y su alimentación entra en competencia por los alimentos con las personas, al contrario que la ganadería rumiante.

Por su parte, el fomento del paso de secano a regadío en cultivos mediterráneos tradicionales ha generado un importante incremento en las producciones por hectárea, paralelo a un hundimiento de los precios percibidos en origen por los y las agricultoras. El incremento de la superficie en regadío entre 2004 y 2021 del olivar (98%) y el viñedo (48%) han supuesto, entonces, una transferencia de fondos públicos a la agroindustria, que ha podido obtener más materia prima y más barata. A cambio los agricultores familiares están perdiendo fertilidad en sus suelos, se han endeudado (debido a las inversiones necesarias) y en muchos casos las explotaciones de menor tamaño han desaparecido o han pasado a tener la agricultura como segunda actividad, debido a unos precios que no remuneran su trabajo, y a veces ni siquiera cubren costes. Han sido las explotaciones de mayor tamaño, los denominados “aguatenientes”, quienes han podido invertir y ampliar las escalas de producción para hacer rentable el regadío, llegando el olivar superintensivo a atraer importantes inversiones de agroindustria e inversores ajenos al sector.

Regadíos y seguridad alimentaria

Entendemos por seguridad alimentaria el acceso de toda la población a alimentos y dietas sostenibles, saludables, nutritivas y adecuadas a sus diversos patrones culturales. Si la producción se está concentrando, más aun se concentra el poder de la agroindustria (especialmente en la industria de la carne) y, especialmente, de la distribución alimentaria al consumidor final, lo que condiciona nuestra forma de alimentarnos. Los incrementos en la producción del regadío no están revirtiendo en un abaratamiento de precios de los alimentos saludables para el consumidor, sino más al contrario, en un alza en los precios finales unido a una disminución en el precio que perciben los agricultores. La intensificación y el incremento en los regadíos coinciden en el tiempo con una mayor desigualdad en el reparto de márgenes en la cadena alimentaria, especialmente en estos últimos meses de crisis, aunque con ellas se pretenda lo contrario y a pesar de la Ley de la Cadena Alimentaria. Este alza de precios supone un más difícil acceso de la población a alimentos vegetales frescos (frutas y verduras), diversificados y de calidad, y por lo tanto un empeoramiento de las dietas y de la salud pública. Por su parte cultivos de regadío como el maíz, orientados a la ganadería intensiva de cerdo y pollo (las principales producciones españolas, contrasta con la falta de apoyo público a la ganadería rumiante (caprino, ovino, vacuno), que es capaz de alimentarse de hierba y se adapta mejor a climas áridos como el mediterráneo. Y esto en un marco en el que las autoridades sanitarias y las políticas climáticas están recomendando limitar al máximo el consumo de carne.

Por otro lado los regadíos tradicionales del interior peninsular (las denominadas “vegas”, algunas con infraestructuras de regadío desde los tiempos de Al Andalus) vienen sufriendo desde hace décadas un proceso de extensificación productiva. Estas zonas de regadío histórico, de fincas pequeñas y a menudo con climas duros, han visto como las tierras más fértiles se destinaban a cultivo subvencionados, mecanizados y con poca mano de obra (sobre todo forrajes y granos para alimentación animal, o chopos), ante su dificultad para competir en precios en el mercado global. Se han perdido así explotaciones en la España vaciada y empleo en las cosechas, y se gasta mucha agua en productos de escaso valor de mercado. A su vez perdemos seguridad alimentaria eliminando las producciones tradicionales, la biodiversidad y la cultura gastronómica del interior peninsular, en un escenario de alta incertidumbre en cuanto a los flujos globales de alimentos.

Regadíos y ecosistemas

Las producciones más demandantes de agua se han ido concentrando en las zonas de mayor insolación de la península, que coinciden con las zonas más áridas y por tanto frágiles a nivel ambiental. Pero cada vez hay menos agua disponible, y esto hace que haya que gastar más energía y dinero en sostener los regadíos desalando agua o bombeándola desde muy profundo. O que haya que arrancar cultivos cuando el agua no llega, como está pasando con algunas de las 23.500 hectáreas de aguacates y mangos de las costas de Málaga y Granada, con el consiguiente coste para los agricultores a quienes se ha prometido agua. 

Los enclaves de agricultura más intensiva también suelen coincidir con los acuíferos más contaminados y con mayor dificultad para su recarga. Las formas más intensificadas en tecnología requieren, para ser rentables, de mayores extensiones y más homogéneas, lo que está generando impactos opuestos a los objetivos europeos de conservación y restauración de la biodiversidad. A su vez, el riego localizado (goteo y aspersión, sobre todo) solo aporta el agua a los cultivos, y por tanto reduce el agua disponible para el resto del ecosistema. Los costes de esta intensificación en el uso de agua los pagamos entre toda la sociedad (mares que se mueren, lagos que se secan, pueblos con cortes de agua o con agua que no se puede beber, agua cada vez menos accesible para los pequeños agricultores), mientras que los beneficios económicos no redundan ni en la producción primaria ni en el consumo.

Conclusiones: regadíos para una seguridad alimentaria sostenible

El acceso a agua de riego estará en los próximos años cada vez más limitado, y debemos asegurar que el regadío que se mantenga sigue cumpliendo con sus funciones sociales: permitir rentas dignas a la agricultura familiar; mantener población y empleo estable, ligado al territorio, en nuestro medio rural; y producir alimentos de calidad, que permitan dietas saludables y que aseguren una seguridad alimentaria sostenible a nuestra población. Para lograrlo será necesario una mayor transparencia y reparto justo del valor en la cadena alimentaria, así como diversificar y relocalizar las producciones, en línea con los debates sobre Sistemas Alimentarios Sostenibles que actualmente se dan en la Unión Europea. Pero además, como hemos visto, para prevenir la escasez de agua quizá necesitamos, más que regadíos más eficientes y digitalizados para poder regar más, impulsar sistemas alimentarios y formas de manejo agrario (agroecológicas) que produzcan alimentos de calidad y empleo sostenible, consumiendo menos agua.

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