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El verano de los pinchazos y otros cuentos para no dormir

Varias personas en la pista de una discoteca.
29 de agosto de 2022 21:38 h

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Mi madre siempre cuenta que cuando era pequeña le costaba horrores hacerme dormir. Que los tornillos de la cuna caían rendidos ante ese férreo posicionamiento infantil que verbalicé al tiempo: “Mamá, la noche no está hecha para dormir”. Y así, íbamos sumando ojeras y madrugadas mientras yo permanecía con los ojos bien abiertos, impertérrita, como quien espera algo que no llega. Duérmete, niña/Duérmete ya/Que viene el coco/Y te llevará.

Al coco le siguió una gran artillería de personajes de cuento para no dormir: el tío del saco, el lobo, Barba Azul y, algo más tarde, Miguel Carcaño, El Chicle o las manadas. Hoy, esos relatos contemporáneos que se usan para amedrentar a las mujeres están protagonizados por hombres que se dedican a pinchar a chicas cuando salen de fiesta. No precisamente con el huso de una rueca, sino con una jeringuilla con la que previsiblemente pretenden su sumisión química para abusar sexualmente de ellas. 

Desde el sector del ocio nocturno dijeron estar muy preocupados mientras activaban protocolos de protección a las víctimas. Eso estuvo genial. Sin embargo, el presidente de la Federación Andalucía Noche, Juan Rambla, definió estas agresiones como “una broma de mal gusto”, ya que las averiguaciones no han confirmado la existencia de sustancias en la vasta mayoría de los casos reportados. ¿Acaso pinchar a una mujer no es una agresión en sí misma? ¿Acaso no pretenden inocular el miedo en nuestras carnes? Se trata de una demostración de fuerza, control y poder masculino. Una aguja que se traduciría en un “no te drogo, pero podría” que, a modo de advertencia, se le hace a una y a todas a la vez para indicarnos cuál es nuestro sitio. 

Como tantos otros, Rambla sostuvo que “es un problema que a grandes rasgos no existe, pues son casos aislados”. Si bien es cierto que los pinchazos son casos minoritarios (que no aislados) no solo es que exista, es que según la OMS estamos ante un problema estructural de salud pública y de violación de los derechos humanos de proporciones epidémicas: las violencias contra las mujeres. Quizá convenga recordar que en España 2,8 millones de mujeres ha sufrido violencia sexual por parte de hombres; que se denuncia una violación cada 4 horas y 2 agresiones sexuales a la hora; que el 70% de los agresores son amigos o familiares de la víctima; que los maridos, novios y exparejas violan tres veces más que los desconocidos; y que solo se denuncia un 20% de los casos (Macroencuesta de Violencia contra la Mujer 2019, Ministerio de Igualdad). 

Con este baile de cifras podemos lograr entender que los pinchazos o las manadas tan solo muestran el pico visible, mediático y porcentualmente minoritario del iceberg de las violencias sexuales contra las mujeres. Todo lo que queda debajo, los datos que no llegamos siquiera a detectar, se conocen como la “cifra negra”. En este sentido, el papel de los medios es crucial para dimensionar el problema social de las violencias contra las mujeres desde la ética, la cautela y la perspectiva de género. De lo contrario, podemos incidir en la revictimización, el morbo de la crónica negra y la espectacularización de los casos al puro estilo true crime, construyendo lo que la investigadora Nerea Barjola denomina el relato del terror sexual. Un discurso mediático que adoctrina y constriñe aún más los derechos y libertades de las mujeres desde el miedo, poniendo el foco sobre los actos de las víctimas y su desgraciada suerte. Obviando así la acción de los agresores, el sistema patriarcal que les ampara y la responsabilidad política del estado. 

¿Ibas sola? ¿Cerraste bien las piernas? ¿Cómo ibas vestida? Estamos cansadas del relato de la culpa sobre las supervivientes que busca a la víctima ideal y anula su diversidad y capacidad de agencia. En los 70, la primera ministra de Israel, Golda Meir, afrontaba una crisis para atajar las violaciones en el país y propuso que fueran ellos y no ellas quienes asumieran un toque de queda tras el anochecer. Lejos de ser una opción deseable, es una propuesta simbólica que muestra el rechazo tajante hacia cualquier atisbo de retroceso en la ocupación de los espacios públicos por parte de los hombres, pero no así para nosotras cuando se nos traza el camino seguro de regreso al hogar. 

Es hora también de romper con los mitos sobre los agresores. Las violencias sexuales las cometen hombres machistas. He ahí el misterio resuelto de los pinchazos en las noches de fiesta. Ni salvajes, ni monstruos, ni enfermos mentales, ni perfiles determinados. Amigos, tíos, vecinos, padres, parejas para los que las mujeres somos un cuerpo a dominar, en las casas, en las oficinas y en la vía pública. Entiendo que despertar en esta realidad pueda parecer un mal sueño. Quedamos huérfanos de los villanos del cuento, esos que encerrábamos en el castillo lejano de la otredad. Pero solo así, mirando la realidad social de frente, tendremos margen de acción.

Si en el patriarcado la mera existencia de las mujeres supone un factor de riesgo, ¿cuál es la salida entonces? No ceder ante el miedo. Seguir ocupando los espacios públicos desde la autodefensa feminista, seguir nombrando y educando con temple, seguir impulsando y exigiendo al estado políticas que aseguren vidas dignas de ser vividas para la mitad de la población. El desafío democrático al que nos enfrentamos no es pequeño. Y no quedará en un (mal) sueño de una noche de verano.

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