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Afganistán: ¿ahora qué?

El presidente estadounidense, Joe Biden.

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Cuando todavía son muchas las personas que tratan desesperadamente de salir de Afganistán antes del 31 de agosto; cuando casi todos los países han dado ya por concluidas las operaciones de evacuación; cuando se intuye con mucha probabilidad cómo será la vida cotidiana, sin duda terrible, de hombres y mujeres –sobre todo la de ellas– y la vida política y social en este país; cuando aún todo está pasando… me asaltan las dudas y el desasosiego.

Vaya por delante algo que, pese a su obviedad, debo recordar: no soy experta ni buena conocedora de la política internacional ni de sus complicados entresijos. Puede que mis carencias me lleven a algunas perplejidades y planteamientos incorrectos, pero me temo que muchas de las cuestiones suscitadas no se responden adecuadamente a mi entender tampoco desde esos ámbitos de conocimiento y experiencia.

En primer lugar, desconocemos aún lo que se ha estado haciendo de verdad en estos 20 años de “presencia” occidental en Afganistán, desde 2001, en que los Estados Unidos y aliados invadieron el país, hasta que los talibanes –el autodenominado Emirato Islámico de Afganistán– han tomado el territorio y su capital, Kabul, el pasado 15 de agosto. Una invasión que fue, en su día, una de las respuestas de los Estados Unidos a los atentados del 11 de septiembre de 2001 para combatir a Al Qaeda y expulsar a los talibanes del poder. Invasión más tarde apoyada por la OTAN –y, por ende, por España– hasta diciembre de 2014, en que esta organización cesó en las operaciones y puso la seguridad en manos del gobierno afgano. Sin olvidar el papel de las Naciones Unidas de implicación en este conflicto y la presencia militar de muchos países hasta ahora en aquel territorio. 

Y, si bien se ha subrayado ya por un buen número de analistas, lo cierto es que merecemos muchas explicaciones sobre el “trabajo” realizado en este tiempo, más allá de las operaciones militares. ¿Cómo se ha trabajado, si es que se ha hecho, con la sociedad civil? ¿Cómo se ha apoyado o no la organización de la ciudadanía y su preparación para la defensa de sus derechos? ¿Qué papel real se ha dado a otros grupos, como los conocidos como “señores de la guerra” y cómo han jugado estos en todo lo acontecido y, notablemente, en sus relaciones con los talibanes y cómo han influido en su rápido avance?

En segundo lugar, el final de la operación internacional, sin duda apresurado y, sobre todo, claramente fallido. Porque, ciertamente, la decisión de “abandonar” –en todos los sentidos–, Afganistán, en un acuerdo que habría sido negociado por la administración Trump con los talibanes para la retirada en mayo de 2021, ratificada por Biden para el 31 de agosto, ha revelado que ni el Ejército ni el Gobierno afganos han sido capaces de hacer frente al poder talibán. Recordemos en este sentido que Biden ha llegado incluso a decir que “los estadounidenses no deben morir en una guerra que los afganos no están dispuestos a luchar por sí mismos”. Frase que revela la clara idea de que, por razones varias y sin duda muy complejas, ni la población afgana ni el Gobierno ni el Ejército estaban preparados ni concienciados en su mayoría para la defensa de una determinada forma de vida y de organización política.

Y, en este aspecto, resalto también que, según recogen varios medios, Biden ha afirmado igualmente que la misión de estos veinte años “no estaba destinada a construir una nación o crear una democracia central unificada”, sino que estaba diseñada “para prevenir un ataque terrorista en suelo estadounidense”. Y, sin duda también, en esta misión, de tan concreto y limitado objetivo, estaba implicada la OTAN y también, en consecuencia, España. Objetivo que, desde luego, bien podría haber tratado de lograrse mediante la colaboración para constituir un Estado democrático y respetuoso de los derechos humanos, pero no es claro que haya sido así.

Porque lo cierto es que no parece que se haya tratado en ningún momento de defender esos derechos de la ciudadanía afgana ni de propiciar un régimen político más o menos democrático, sino de evitar ataques terroristas en EEUU y, seguramente, en el resto de Occidente. Como no se hace ni se exige en otros países del entorno en los que los derechos humanos, notablemente de las mujeres, tampoco son respetados. Y muy probablemente, con esta misma finalidad de seguridad, asistiremos, como ya empieza a sugerirse como una posibilidad muy real, no solamente a negociaciones sino a acuerdos con los talibanes para evitar la actividad del ISIS-K que atentó la pasada semana en el aeropuerto de Kabul, dado que frenar el avance de esos grupos terroristas sería un objetivo común. 

Será de exigir, en todo caso, que en esos acuerdos, si se producen, tenga un lugar destacable el respeto básico a los derechos humanos por parte del nuevo régimen talibán. Algo en lo que la administración Biden deberá empeñarse seriamente. Y será de exigir también una respuesta a los posibles atentados dentro de la legalidad internacional, contrariamente a la que ya ha dado la administración Biden o a la que en su día se dio tras los atentados de 2001.

Finalmente, me llama poderosamente la atención la respuesta europea –y española– en esta evacuación. Ciertamente, se han tomado decisiones relevantes para facilitar la salida del país a personas que habrían colaborado con las fuerzas internacionales y sus familias, a mujeres y niñas, y se les está dando una acogida bien merecida. Y de esto se enorgullecen los gobiernos y alaban esta reacción. Y esto está bien. Pero son medidas bien distintas a las que estos mismos gobiernos toman cada día respecto a las personas inmigrantes que tratan de huir de situaciones dramáticas de pobreza y desesperación, tan graves como la de Afganistán, pero que jamás han merecido similar acogida, sino el rechazo más absoluto, con cierre hermético de fronteras, expulsiones –como las de los menores de Ceuta a Marruecos–, internamientos en centros o campos en lamentable situación.

Y no puedo dejar de preguntarme qué ocurrirá con las personas afganas que en adelante salgan de aquel país y traten de llegar a Europa. Aunque, desgraciadamente, creo que la respuesta es ya conocida, pues se lleva produciendo durante años. Recordaré solamente que ya había, antes de esta última crisis, unos 2,6 millones de personas afganas refugiadas en el mundo, de las que solo un 10% alcanzaron Europa –léase mayormente Turquía o Grecia, en campos para refugiados– y el 90% se hallan entre Pakistán e Irán, también en campamentos creados al efecto. 

Será aquí donde la UE deberá decidir claramente si va a seguir “acogiendo” a quienes huyan de Afganistán fuera de las operaciones oficiales de evacuación que, por el momento, han finalizado. ¿Facilitará un corredor humanitario negociando con los países limítrofes o por medio de la ONU como ya se empieza a sugerir? ¿Facilitará que todas esas personas puedan llegar a cualquier país de Europa? ¿O permitirá, por ejemplo, que Grecia y Turquía refuercen aún más sus muros para evitar, como ya han anunciado, ser vía de entrada a Europa para migrantes de la crisis afgana? 

Solo si se sigue la línea de acogida de los últimos días podremos decir “misión cumplida”, solamente entonces. Y mucho me temo que no será así, como la experiencia indica.

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