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2016, el año del desempate

Olga Rodríguez

Nadie dijo que fuera fácil ni rápido, y a la vista está. 2015, el que fue bautizado como el año del cambio, ha dejado a algunos más decepción de la que esperaban, menos cambios de los soñados. El viaje es largo y estará lleno de incidencias.

El invierno de la desesperanza de Dickens del que tantas veces hemos hablado no tiene ya fuerza para llevar las riendas ni imponer todos debates, pero sigue vivo. Mientras, la esperada primavera sigue sin brotar con el vigor necesario para desbordar. Y aquí es donde entra el capítulo pospuesto en 2015 debido a los calendarios electorales: más protagonismo de la gente, de los movimientos sociales, para fomentar un debate colectivo y fortalecer formas organizativas capaces de desplegarse tanto en la calle como en las instituciones.

El 15M fue capaz de desnudar la estafa no solo del poder político, sino también del económico y de otros próximos a estos. Pero quizá su mayor virtud fue la de acuñar nuevos modos de entender la política y la vida, priorizando los derechos humanos, la felicidad concreta, la mejora de las relaciones humanas frente a la abstracción de eso que llaman victoria. Es decir, introdujo nuevos códigos culturales.

Son cientos de miles las personas que necesitan urgentemente una mejora en sus vidas porque sufren carencias energéticas, precariedad y pobreza. Pero para que esas políticas justas puedan aplicarse y sostenerse en el tiempo son precisas transformaciones sociales y culturales que hagan de nuestra sociedad un músculo lo suficientemente fuerte para defender esos derechos y para tejer, hilo a hilo, nuevos consensos, nuevas identidades, nuevos valores que faciliten el entendimiento, las relaciones humanas, la vida cotidiana.

Los seres humanos hemos sido reducidos a consumidores y mera mercancía, con nuestro propio precio, con nuestra propia marca, limitados a actuar como agentes comerciales de nosotros mismos, sujetos a las divinidades del dinero, el beneficio y la rentabilidad. Se nos ha inoculado un único modo de concebir la política, las relaciones humanas, nuestra vida.

En ese contexto, quienes reivindican su humanidad a través de la existencia no fragmentada, de la conversación desinteresada, de la organización colectiva o del arte están demostrando que sí se puede hacer frente a la uniformidad del statu quo.

Los defensores de la congelación de la historia saben bien que la cultura puede ser una poderosa herramienta inmovilizadora. Por eso mismo los cambios políticos tienen que ir acompañados de cambios culturales. Y estos no se conquistan solo entre las paredes de las siglas de una organización política.

La cultura necesita oxígeno y espacio, plazas y calles, movimiento y desborde, lugares de encuentro, de mezcla, de aprendizaje, de intercambio. La política debe traducirse en leyes más justas pero también en valores cotidianos más respirables.

Las fuerzas políticas que quieren que todo siga como hasta ahora defienden con ahínco no exento de desesperación una restauración disfrazada de reforma, una especie de transformismo para poner freno a la transformación. Es el viejo “cambia algo para que todo siga igual”.

Mientras tanto, quienes trabajan por un cambio necesitan más vigor para poder conducir un proceso que haga de este país un lugar más justo, menos desigual, más vivible. Estamos a medio camino, en una especie de empate. Cómo se juegue ese pulso será decisivo. Así comienza 2016.

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