Ni apoyo social ni fortaleza interna
Un mundo imaginario y fantástico con situaciones absurdas para el que desde una mirada adulta se han encontrado diferentes explicaciones: el tránsito a la madurez, la búsqueda de identidad, la caricatura de la sociedad… Alicia en el País de las Maravillas fue algo más que un relato infantil. Fue una burla de la sociedad victoriana del XIX, fue una censura a la rigidez de la jerarquía entre las clases sociales de la época y fue la duda constante de una niña que se preguntaba si seguía siendo la misma y a la que, diferentes hechos, la obligan a replantearse quién era.
Lo mismo le pasa a Alberto Núñez Feijóo, que ni sabe quién es ni lo que desea ser. Si el jefe de una oposición útil para conquistar el poder desde la compostura institucional o el pancartero al que jaleen los halcones de su partido y sus principales referentes mediáticos. La mente puede llegar a imaginar el mejor mundo posible en la peor de las circunstancias. Después, la fantasía y el sesgo, se encargan de construir los guiones paralelos. Y, en política, como en la literatura y en la vida, una cosa es la ficción y otra la realidad, si bien cada cual puede interpretar el mundo que le rodea según le convenga y aunque solo exista en su imaginación.
Veamos. En el país de las maravillas de Feijóo recuperar el pulso de la calle es congregar a 65.000 personas (un 0,14%) de los 48 millones de habitantes del país. El éxito de una convocatoria es juntar a una ¿multitud? igual a la equivalente al 0,7% de los madrileños. Para defender a España basta con no hablar catalán, ni gallego, ni euskera. Y la fortaleza política se mide, no en las urnas, sino en la madrileña y angosta plaza de Felipe II.
Cuentan las crónicas que para el PP la imagen del pasado domingo era esencial. Por la respuesta social y por el respaldo del partido a Feijóo a tan sólo 48 horas de una investidura que se da por perdida. Con las 65.000 personas que acudieron a arropar su grito de ¡con esto no tragamos!, el líder del PP cree estar legitimado para enhebrar un relato contra una hipotética amnistía y contra los pactos con los independentistas, que representan a una minoría “cada vez más mermada”, según sus propias palabras. Para minoría, basta con diseccionar con frialdad los datos, la que acudió a la plaza de Felipe II, a pesar de que las reseñas periodísticas hablan de una respuesta multitudinaria y concluyan que Feijóo, no ganará este martes la investidura, pero ya ha ganado la calle.
La calle, se entiende, son las 65.000 personas que, según los organizadores, acudieron a la llamada de los populares, 135.000 menos de las que acudieron hace un año para protestar contra la sanidad pública madrileña. Si desde otros puntos de España se fletaron para llegar hasta la capital 200 autobuses (con unos 10.000 asistentes), resultaría que además sólo unos 55.000 madrileños (3,4%) de los 1.600.000 que votaron a Isabel Díaz Ayuso en las últimas elecciones autonómicas secundaron la convocatoria.
Cuando alguien se ve obligado a escenificar un cierre de filas interno que no es tal dadas las críticas que se escuchan sin cesar, a sustituir el calor de una exigua representación callejera por los votos de las urnas o a hacer de su propia investidura una cuestión secundaria es que no le van demasiado bien las cosas.
Ni Feijóo es un líder indiscutible dentro de su partido ni ha arrasado en las urnas, como esperaba, ni la respuesta del domingo se puede considerar un chute a su liderazgo social u orgánico. Al líder del PP le faltan cuatro escaños para ser investido y le falta, a tenor de las cifras, apoyo social, digan lo que digan en Génova y repiquen disciplinadamente sus terminales mediáticas. Esto sin necesidad de entrar en que la pancarta, la bandera o los eslóganes callejeros difícilmente son compatibles con el respeto a la institucionalidad que Feijóo dice representar. Si esta es la imagen de éxito que pretendía proyectar, ya puede sumar un fiasco más a su errática estrategia.
Salvo que quiera, como la protagonista del cuento de Lewis Carroll, seguir deslizándose por un vasto agujero que le lleve a un lugar fantástico donde todo tiene una estética absurda y todos parecen experimentar la locura. Y, en su caso, no parece que todo haya sido un sueño, sino más bien la inapelable realidad de que ni tuvo suficientes votos para gobernar ni cuenta tampoco con el respaldo unánime de quienes pululan en la órbita de sus mismas siglas. De lo contrario, ni se dejaría arrastrar por lo que predican ante los micrófonos o escriben en los editoriales sus referentes mediáticos ni jamás hubiera asumido como propio el surrealista mandato de Aznar de buscar en la calle lo que no tiene en el Parlamento, que es de donde emana la legitimidad de un aspirante a presidente de Gobierno.
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