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La otra bifurcación catalana de vías

Campaña de publicidad para el referéndum del 1-O

Antonio Franco

El símbolo de la bifurcación de unas vías férreas, que tiempo atrás hizo fortuna en el mundo independentista como la imagen alegórica de la separación Catalunya/España, vuelve a estar de actualidad aunque ahora con un significado diferente. Lo que divide en estos momentos la bifurcación es la vía férrea secesionista que antes dejó atrás a la vía española. Porque las diferencias internas en el mundo separatista no son ni menores ni coyunturales, por mucho que las dos sensibilidades enfrentadas se hayan conjurado para minimizarlas y ocultarlas. Se acerca el juicio de los responsables de los hechos de hace un año y todo lo que lo rodea es como un ácido sulfúrico que erosiona y quema los puentes entre las dos posturas dando validez de aquella imagen de la nueva bifurcación.

El sector independentista radical que encarna Carles Puigdemont y habla a través de Quim Torra se ha encerrado a cal y canto en la estrategia maximalista de defender, ante el juicio, que sólo puede aceptarse la absolución total de los encausados porque hace un año o bien no pasó nada o bien no pasó nada delictivo. Se trata de la continuidad de la máxima confrontación posible. Sin haber mostrado hasta ahora ninguna predisposición a aceptar nada que no sea la independencia o el choque máximo posible con España, el nuevo desafío es defender que la única alternativa es la absolución total o el choque frontal, sin tomarse siquiera la molestia de precisar que harían los independentistas en caso de la imposible absolución total. La postura no deja ningún resquicio para que Pedro Sánchez y su gobierno puedan sacar adelante una tercera vía que podría intentar construirse desde la política. Torra ya ha anticipado su cerrazón rechazando públicamente una posible mejora de la autonomía: o independencia o nada, en la misma línea de o absolución o nada.

Pero en el escenario soberanista, emergiendo prudentemente, delante de eso hay otra opción independentista que aunque de momento no tenga ningún protagonista que ponga abierta y públicamente su nombre para encarnarla y defenderla (en Catalunya el miedo a que te llamen traidor, lo seas o no lo seas, es superior al que suscita la muerte) también es clara y concreta. Puede resumirse así: reconocer que hace un año sí que pasaron cosas, se cometieron errores trascendentes, no fue una rebelión pero hubo vulneración de las leyes de modo que los autores son sancionables… Y se completa con un añadido: …pero el año de cárcel preventiva equivale aproximadamente al máximo castigo justo de privación de libertad que corresponde como pena, es el límite de lo aceptable. Esto tendría el aval técnico de muchos juristas, salvaría la cara a las partes y muy probablemente caería bien en la Unión Europea. 

Esta segunda postura en el fondo tiene el valor de que es una aceptación de responsabilidades, del juicio, y de una sentencia que no sea machacante, pero al mismo tiempo no comporta en absoluto una renuncia de nadie a seguir luchando, aunque con armas legales para la normativa española y catalana, para conseguir la independencia. Nadie puede o quiere o se atreve a decir formalmente que ésta sea la filosofía actual de Oriol Junqueras y del grueso de la dirección actual de ERC, tal vez la de algún Jordi, y tal vez la de varios distinguidos exdirigentes convergentes. Pero se reconoce que esto es lo que haría el independentismo posibilista, más moderado que el de Puigdemont y Torra, si tuviese las manos libres, como primer paso crucial para empezar a desencallar lo más estridente de la crisis catalana e intentar una convivencia menos conflictiva con el resto de España durante los próximos diez o doce años.

El escenario tiene sin embargo un problema nada menor. Salir de la cárcel resuelve el problema urgente de los políticos presos y alivia parte de la gran tensión ofendida que hay en las calles catalanas, pero deja en su misma situación actual a quienes optaron por fugarse al extranjero. A corto plazo para ellos no hay sentencia posible que les beneficie, aunque si se produce una distensión podrían regresar con mejores expectativas judiciales que hasta ahora. En cambio, los ya juzgados y excarcelados podrían reconstruir su vida personal, y aunque muy previsiblemente quedarían inhabilitados temporalmente para cargos públicos podrían volver a estar presentes con libertad de movimientos en la dirección de sus formaciones políticas. Hace un año pasaron cosas, y eso nadie conseguirá que se olvide.

Volvemos a depender, pues, de un pulso entre los soberanistas, mayoritarios en el Parlament por la voluntad democrática de las urnas. Es el mismo pulso soterrado que en los últimos tiempos han ido manteniendo quienes dicen vivir sirviendo a una república imaginaria y los que estiman que esa república en todo caso es el objetivo futuro a conseguir. Entre quienes gobiernan sin gobernar, sin legislar, sin encarar los problemas que se multiplican en la calle, y quienes de momento preferirían intentar ensanchar el apoyo a la independencia a través de una gestión realista que mejore la vida cotidiana y la tranquilidad psicológica de la población. Entre quienes no se ruborizan por la paradoja de reclamar la libertad de unos presos que están en cárceles de las que ellos tienen las llaves, y los dispuestos a aceptar la situación autonómica hasta que legalmente puedan acceder a otra cosa.

El embrollo es complejo. Pero los no independentistas harían bien en no alegrarse demasiado ante estas disensiones entre secesionistas. Actualmente lo máximo que a corto plazo puede suceder es que entremos en una fase más lenta de la degradación del entendimiento entre unos catalanes y otros y entre Catalunya y el resto de España. A medio y largo plazo, si llegan unos arreglos constitucionales y se produce un cambio de mentalidad de la derecha española sobre las servidumbres que comporta la unidad plural bien aceptada, puede enderezarse tal vez el panorama. De lo contrario se eternizará el Procés.

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