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Bodas

Imagen de archivo del intercambio de anillos durante la celebración de una boda. EFE/ Francis R. Malasig
27 de mayo de 2024 22:22 h

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A veces me pregunto si somos un pueblo particularmente optimista. Enseguida paso a explicarme. Imaginen que a uno le proponen un negocio para el que tiene que comprometerse seriamente con un socio, a ser posible para toda la vida, y le informan de que, de diez negocios similares, siete acaban en fracaso. ¿Se animarían a firmar? 

Pues eso es exactamente lo que hacemos los españoles cuando se trata de casarnos. Sabemos que un altísimo porcentaje de matrimonios acaba separados (lo de siete de diez va en serio) y, sin embargo, debe de ser que somos tan enormemente optimistas que pensamos que a nosotros no nos va a suceder, que nuestro amor forma parte de los tres que perduran “hasta que la muerte nos separe”.

Antes eso solo significaba unos cuantos años, dado que un gran porcentaje de mujeres morían en el primer parto, o en el segundo o en el tercero -es decir, en los primeros cinco años-, y muchos hombres morían jóvenes de accidentes laborales o de enfermedades infecciosas, o de venéreas, contraídas a veces incluso en la despedida de soltero o durante el servicio militar. Entonces la fórmula de “hasta que la muerte nos separe” significaba entre cinco y quince (o veinte años, como mucho) mientras que ahora, si todo va bien, ese “para siempre” se alarga muchísimo y, como ya dijo Woody Allen “la eternidad es terriblemente larga, especialmente hacia el final”.

Sin embargo las bodas van en alza. En 2022 se celebraron casi 180.000 matrimonios, por ejemplo. Y, aunque estoy segura de que no todas esas bodas han sido de las caras, ha surgido en España un mercado en torno a las celebraciones matrimoniales que a mí, personalmente, empieza a resultarme entre absurdo y ridículo.

Comprendo perfectamente que a una pareja le haga ilusión que la ceremonia de su unión sea bella y tenga lugar frente a sus familiares y amigos. Comprendo que, como suele ser el caso en todas las celebraciones, haya comida y bebida para festejar el acontecimiento. Comprendo que los asistentes quieran vestirse con elegancia para subrayar lo especial de ese momento, y que haya flores como símbolo de la nueva vida que comienza. Pero, sinceramente, lo que hemos empezado a hacer en torno a esas seis u ocho horas en las que dos personas se van a comprometer públicamente, me parece una auténtica exageración, sobre todo considerando que, en muchos casos, unos meses o un par de años después, esas dos personas se habrán separado e incluso habrán empezado a odiarse. En algunos casos, además, tendrán que pasar mucho tiempo pagando el crédito que pidieron para poder pagar una boda como la que soñaban.

Por circunstancias vitales, he vivido los preparativos de varias bodas, unas más de cerca que otras, y estoy absolutamente asombrada de la oferta que existe y de los precios que se manejan.

Los jóvenes de hoy casi no pueden permitirse el alquiler de un piso para vivir juntos, muchos tienen dos trabajos y apenas les alcanza para vivir con cierta holgura y, sin embargo, cuando empiezan a preparar una boda, da la sensación de que consideran necesario tirar la casa por la ventana. Hay que alquilar un local para “eventos” (ahora las bodas no son reuniones familiares, sino “eventos”, en los que hay que ofrecer un show a los invitados), contratar un catering con menús de varios platos, cuanto más exquisitos, mejor; hay que decidir el color de los manteles, el modelo de los cubiertos, la vajilla y la cristalería; elegir un pastelero que cree la tarta nupcial; buscar un florista que lo llene todo de adornos florales, un DJ para el baile después de la cena, un fotógrafo y camarógrafo para que inmortalicen la fiesta, con drones incluidos; comprar detallitos y sorpresas para los invitados, sin olvidar zapatillas planas que regalar a las señoras para cuando, pasadas las dos o tres primeras horas del evento, tengan los pies destrozados de los altísimos tacones que han llevado hasta entonces, y necesiten algo cómodo para bailar; hay que decidir qué ofrecer en la barra libre, con o sin cócteles sofisticados, hay que pensar qué servir en la recena -con una cena no es bastante, bailar da hambre y hay que suministrar más carburante a partir de las dos de la madrugada; organizar los autocares que llevarán a los invitados hasta la finca donde se hace el evento y los llevarán de vuelta a las cuatro, a las cinco o a las seis.

En algunas de esas fincas, ni siquiera hay una instalación de luz para el lugar donde se va a disponer la cena porque “cada pareja tiene su concepto” y elige el tipo de luz que quiere tener -los precios varían, por supuesto-. Les ofrecen a los novios limusinas, coches vintage, calesas... todo tipo de vehículos porque “es vuestro día”, “vosotros elegís lo que más os guste y nosotros os lo conseguimos”. “No os vais a poner rácanos para vuestra boda”. “Total, por un poquito más...” y ahí viene una larga lista de lo que podría tener la pareja, si decidiera no reparar en gastos. Los famosos “poyaques”: “po ya qu’estamos...” que salen mucho más caros que casi todo lo demás.

Hay novias que se ponen tres vestidos a lo largo de una boda de ocho horas, como si el vestido blanco de rigor (de precio alucinante, y si no me creen, consulten un catálogo online en alguna marca de vestidos de novia) no fuera suficiente.

Tengo la sensación de que, igual que nos han vendido tantas ideas estúpidas que nos están destruyendo, este mercado de las bodas ha conseguido convencer a las parejas que van a casarse de que se merecen una boda a la altura de una estrella de cine, un futbolista de nivel mundial o cualquier aristócrata o banquero de los que salen en las revistas. Lo que no parecen tener en cuenta es que no todo el mundo dispone de una cuenta bancaria como la de estas personas. Por eso cuando una pareja va a arreglar su boda y deja claro que no quiere gastarse una fortuna, tiene que aguantar que la miren con conmiseración, casi con desprecio, y le hagan comentarios de mal gusto, empezando por “pero ¿no tenéis wedding planner”? Porque, claro, cuando la boda es un evento y hay mil cosas que organizar, hace falta un profesional que se ocupe de todo y, lógicamente, hay que pagar sus servicios para evitarse el estrés y para tener una garantía de que todo saldrá bien. Además, hay que tener en cuenta que ahora no solo hay que ocuparse de la boda en sí y todo lo que conlleva, sino de la despedida de soltera y de soltero, la preboda y, en muchos casos, una comida al día siguiente, a modo de clausura de las festividades.

Por no hablar de que hay gente que quiere que la despedida de soltera o soltero no sea simplemente un tapeo entre amigos y un rato bailando, sino que hay que organizar un fin de semana en alguna otra ciudad con todo tipo de sorpresas y amenidades.

Ya empiezo a no tener claro qué es lo que se pretende con todo esto, cómo es posible que haya que empezar a organizar con más de un año de tiempo una cosa que debería ser mucho más simple y más emotiva, pero parece que nos ha conquistado el afán de dejar huella, de inundar nuestras redes sociales con las maravillosas fotos de profesional en las que uno casi ni se reconoce a fuerza de filtros y retoques, con banda sonora y efectos especiales. 

Y, claro, como suele pasar después de uno o dos años organizando un evento que tiene que salir perfecto y que ha costado una fortuna, cuando se acaba, el vacío es enorme. De pronto ya no hay nada que planear, que decidir, que elegir. Se ha acabado todo. Ella ya no es la novia. Él ya no es el novio. No están en el centro de nada. No son nada especial, cargado de un futuro de purpurina. Lo que queda, si no había un buen fondo de algo más importante, son deudas, tedio y frustración porque lo imaginado siempre brilla más que lo real. Entonces es cuando empiezan a plantearse si ha valido la pena y, si la respuesta es que no, viene la separación.

Pero, como somos unos optimistas, al cabo de un tiempo... con otra persona... ¡boda! (Esta vez para siempre y hasta que la muerte nos separe, porque “la vez pasada éramos muy jóvenes”).

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