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Opinión - Sánchez no puede más, nosotros tampoco. Por Pedro Almodóvar

Un buen gobierno para una buena Administración

Una mujer entra a una oficina del SEPE

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Resulta que estamos en precampaña de unas elecciones generales que se celebrarán dentro de un mes y medio, el 23 de julio. Y que en estas elecciones se elegirán, de manera directa, las personas que formarán el Congreso de los Diputados y el Senado -en este caso, en su mayor parte, salvo las que luego lo sean por designación de los Parlamentos autonómicos-. Y, de manera indirecta, en la correspondiente sesión de investidura, la persona que ostentará la presidencia del Gobierno y todas las responsabilidades a ello asociadas.

Resulta que, según el artículo 97 de la Constitución, el Gobierno dirige, entre otros aspectos, “la Administración Civil (…) del Estado”.

Resulta también que el artículo 103 de la Constitución prevé que “La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”.

Resulta, igualmente, que existen datos más que preocupantes relativos a la percepción –o, más bien, mala percepción– de la calidad de los servicios públicos por parte de la ciudadanía, en relación con la dificultad de acceso a los mismos y la comprensión de su funcionamiento. Y, en mayor medida, desde luego, tras las medidas restrictivas -¿necesarias?- adoptadas largo tiempo en relación con la -ya olvidada- epidemia de la Covid-19, que han imposibilitado de hecho el acceso de una gran parte de ciudadanas a tales servicios.

No me refiero a los servicios públicos en su contenido, en los derechos y prestaciones que ofrecen, cuestión acerca de cuya relevancia no ha de dudarse, pues se refieren a aspectos tan importantes para la ciudadanía como el empleo, la sanidad, la educación, la igualdad, las prestaciones sociales sobre garantía de ingresos, dependencia, pobreza energética, la justicia… Me refiero al acceso o a la posibilidad o imposibilidad o dificultad de acceso a tales servicios y prestaciones.

En este sentido, han de tenerse muy en cuenta los datos relativos a la accesibilidad a prestaciones tan básicas como las rentas mínimas de ingresos -ingreso mínimo vital estatal o con otras denominaciones en algunas Comunidades autónomas-, datos que revelan que la mayoría de las personas que tendrían derecho a ello no las han solicitado -una reflexión es obligada al respecto-. 

Pues bien, repasando repasando -siempre es bueno echar la vista atrás y repasar, porque los seres humanos somos olvidadizos, además de ignorantes, incluida yo, naturalmente -, he acudido a la fuente, esto es, al Acuerdo para una Coalición Progresista –un nuevo acuerdo para España– suscrito entre el PSOE y Unidas Podemos para constituir el actual Gobierno.

Acuerdo en el que, en el apartado de 'Regeneración democrática y transparencia', se acuerda, entre otras cuestiones, la aprobación de “una reforma de la Ley de Transparencia y Buen Gobierno” y de “su Reglamento sobre la base de la experiencia acumulada”. Y, ¡ay, qué peligro!, nuevamente enunciado este objetivo, en su misma literalidad, en el apartado de 'Hacia una administración digital, más abierta y eficiente' -doble idéntico compromiso, doble incumplimiento, como se verá-. Apartado en el que, además de esos anuncios de reformas normativas, se evoca también una “carpeta ciudadana, para que cualquier ciudadano o ciudadana pueda acceder a los trámites y todos sus expedientes en relación con la Administración General del Estado en un único espacio web”.

Pues bien, salvo error u omisión -que puede ser, naturalmente, por mi parte, aunque, en su caso, involuntario-, sigue vigente en sus propios términos la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, aprobada por el Ejecutivo de Mariano Rajoy, sin modificaciones, y tampoco se ha aprobado el anunciado Reglamento.

Puede no sentirse como algo grave. Puede que se considere que se trata de una minucia, que este Gobierno ha aprobado leyes muy importantes y desarrollado de manera muy intensa derechos personales y sociales de calado -cierto, no lo negaré; es más, tales leyes son de extraordinaria relevancia-. Pero ocurre que algunos de estos derechos y prestaciones quedan --o pueden quedar- sin efectividad por las dificultades de acceso a la Administración prestacional de turno y por algunas normas que ahora comentaré.

Es un hecho conocido que un alto número de personas y familias potencialmente perceptoras de estas prestaciones ni siquiera las han solicitado. Lo que no me atrevo a determinar en datos concretos, pues estos son muy variables, dependiendo de la fuente. Pero lo cierto es que las dificultades de acceso a la Administración y el desconocimiento de una buena parte de la ciudadanía tanto de sus derechos como de los mecanismos de solicitud son determinantes de estos resultados tan frustrantes.

Conozco, ciertamente, que una de las 'palancas' -la IV-, del 'Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia' -titulada 'Una Administración para el siglo XXI'-, texto en el que se refiere a la Administración Pública como “tractor de los cambios tecnológicos, impulsando innovaciones (… )”, recoge cuatro ejes, entre ellos la “digitalización de la administración y sus procesos” y “la modernización de la gestión pública”, citando al final una “reforma del sistema de administración de justicia”.

No diré que esto no vaya a ser una realidad en el futuro. Pero sí digo que nada -o casi nada, para no ser categórica- se ha hecho al respecto en estos últimos cuatro años. Años en los que, pandemia mediante, la ciudadanía ha visto muy dificultado el acceso a cualquier trámite administrativo.

Pero, al margen de circunstancias coyunturales como la indicada, lo cierto es que muy poco se ha avanzado en el buen gobierno de la Administración Pública, desde el punto de vista del acceso y la transparencia. Además de los retrasos en el dictado de cualquier resolución -de los que la Administración de Justicia es el gran reflejo-, existen algunos detalles no menores que conviene hacer constar.

Como el conocido como “silencio administrativo”, que rige en nuestras Administraciones Públicas -incluida la tan sensible de la Seguridad Social- y que es, por lo general, en los que mayormente nos afecta, de carácter desestimatorio. Es decir, que la Administración Pública, que tiene todos los medios del Estado -entiéndase en sentido amplio, por supuesto-, se abstiene de dar respuesta explícita a la petición de cualquier ciudadana, supuesto en el cual el silencio se entiende como denegación de lo solicitado. Lo que no deja de ser llamativo, cuando menos. Y es que, además, en tales casos, es la persona administrada la obligada a conocer el momento en que, por silencio administrativo, su solicitud se va a considerar desestimada y, a partir de ahí, abierto su plazo para recurrir. ¡Un auténtico dislate! Máxime teniendo en cuenta que, cuando la Administración responde expresamente, ha de hacer constar en la resolución el recurso que cabe interponer frente a la misma y el plazo en que ha de hacerse, así como el órgano ante el que debe presentarse tal recurso. Lo que, en los casos de silencio, es obvio, no rige, pues nada se indica al respecto en una resolución inexistente.

No era una cuestión complicada, entiendo, pero tampoco “lucida”, de las contabilizables en euros, a diferencia de otras decisiones -renta mínima o equivalentes, bono energético, bono cultural…-, pero lo cierto es que la efectividad de muchos derechos depende, irremediablemente, de la calidad de la Administración, de las reales posibilidades de acceso a la misma y de la facilidad de impugnar una hipotética respuesta negativa. Y, claro está, al final del camino, de la eficiencia de la Administración de Justicia. ¿Utopía? No, derecho ciudadano a seguir reclamando, también para estas elecciones. 

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