Matar por compasión
179 cadáveres junto a 1.610 supervivientes, algunos moribundos. Tan hacinados que no pueden tumbarse. Con los pies hundidos en un magma de heces, orines, vómitos y sangre. Con fracturas abiertas, ojos reventando por la infección, hongos que invaden todo el cuerpo, tambaleante de neuropatías. Consumidos hasta la caquexia por la desnutrición. Peleándose a muerte por unas pocas gotas porque no hay agua al alcance. Así encontraron los inspectores veterinarios a los terneros del buque Elbeik, varado en la dársena de Escombreras del puerto de Cartagena tras vagar durante tres meses por el Mediterráneo. Así lo reflejaron en un escandaloso informe que debiera estar ocupando tanto espacio informativo como ocupa ahora el Ever Give, ese buque que ha encallado en el Canal de Suez. Cargado de contenedores, ha causado mucho más revuelo mediático que el otro, cargado de vidas, porque el Ever Give tapona las rutas del comercio, de los ingresos económicos, de las divisas extranjeras, mientras que el Elbeik solo obstruye los canales de la bondad, de la empatía, de la compasión, de la justicia. Esos dos buques son hoy un fiel retrato de lo que somos.
Tan espantoso era el estado de los terneros, que el Ministerio de Agricultura informó a la empresa responsable de su transporte de que debía proceder a su “sacrificio” (para referirse a estos crímenes, el sistema siempre utiliza esa palabra, como si aún tuviéramos que embadurnarnos de sangre ajena para complacer a algún dios implacable). Y quienes llevábamos muchos días sufriendo por esos animales sentimos el más desolador de los alivios: con su muerte, acabaría por fin el infierno que ha sido su vida. A esta paradoja moral hemos sido abocadas. Le han llamado “eutanasia”, desde una perversión lingüística que adultera el significado benefactor de esa palabra de justa actualidad. Si bien la muerte de los terneros pondría fin a su sufrimiento, ese sufrimiento podría haberse evitado antes, debiera haberse evitado mucho antes, si sus vidas no hubieran sido consideradas meras mercancías, si sus cuerpos no hubieran sido aviesamente confundidos con objetos, si su existencia no se identificara con un mero negocio, si no hubieran sido víctimas, desde el instante mismo de su nacimiento, de una absoluta desconsideración por su sentir. No se trataba de poner fin a una vida que ha perdido su dignidad, sino de acabar por fin con unas vidas que nunca la han conocido.
Para justificar esas muertes, el Ministerio de Agricultura adujo razones “sanitarias”, en referencia a la presunta 'lengua azul' que impidió que fueran descargados en Turquía, en Libia, en Egipto, en Chipre y en Grecia, aunque esa enfermedad no haya sido oficialmente confirmada. Como desechos morales del sistema, los terneros encerrados en el barco vagaron durante tres meses a la deriva. Tres meses. El Ministerio se refirió también al “bienestar animal” para ordenar el “sacrificio”. La situación de los terneros obligaba a matar por compasión. Y, después de esos tres meses, deseamos semejante paradoja, el alivio del crimen, pues no esperamos de un sistema cruel por definición que se plantee siquiera el rescate y la asistencia humanitaria de sus víctimas. Pero estamos obligadas a preguntarnos, a saber, por qué su situación era esa y por qué sucedía, además, solo una semana después de que otros 864 terneros fueran matados en el mismo puerto de Cartagena tras haber llegado a bordo del buque Karim Allah.
Las respuestas son muy simples, solo hay que querer oírlas, escuchando a las entidades animalistas que se han preocupado por conocer la verdad frente a una falta de transparencia que es escandalosa: ¿por qué, si no, la prensa no ha sido autorizada a acceder a los barcos? Martina Stephany, directora de la organización austriaca Four Paws, viajó a Cartagena para documentar lo sucedido en la medida que el sistema permite: lo más lejos posible. Escucharla, como escuchar a Igualdad Animal, que también ha estado allí, es encontrar esas respuestas. El sistema del consumo de carne permite exportar a millones de animales vivos en largas travesías que -incluso llegando a su destino, sin que se rechace su desembarco, como ha sucedido con el Karim Allah y con el Elbeik- suponen una tortura para ellos. Exportar animales vivos a terceros países debiera estar prohibido. Millones de pollos, vacas, cerdos, ovejas, cabras y caballos se transportan vivos para su comercio dentro de las fronteras de la Unión Europea, a menudo durante días y semanas. Van hacinados, soportando temperaturas extremas, heridos, con fracturas, a punto de parir, agonizando. No importa que muchos mueran durante la travesía: es un porcentaje contemplado en el plan de negocio.
La UE dispone del Reglamento 1/2005 sobre la protección de los animales durante el transporte. Es una falacia de protección, pero es exigible, al menos, la observación de sus exiguas normas, que se incumplen de manera sistemática. Nadie controla de verdad el bienestar de los animales porque en sus propios términos es una descomunal patraña: no es posible bienestar alguno en la exportación de animales vivos. Ni siquiera nos estamos refiriendo (como moralmente debemos) al hecho mismo de criar y matar animales para el consumo humano. Nos referimos a que, al menos, lo que se transporte en largas y extremas travesías sea la carne ya muerta, los miembros ya despiezados, el semen de los reproductores. Una moral de mínimos. Para desatascar, aún con menor ahínco que el de Suez, el canal de nuestra empatía. Para, al menos, matar con coherencia: porque no importan sus vidas. Y así no caer en la paradoja de tener que matar por compasión.
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