Chiva, pie bueno, tute y gua
Ni siquiera las clases altas están a salvo de la ridiculez. Lo había visto en las películas de risa, las de Berlanga, y en otras, que hacían costumbrismo con los marquesones y las marquesonas. En el ciclo de novelas del Ruedo Ibérico, de Valle-Inclán, también salían retratados así. Tienen su propio estilo. No es el mismo el candor del pobre que el candor del rico. En la ingenuidad del pobre, hay miedo. 'Los santos inocentes' es una película de miedos. Y un libro, por supuesto. Si se es pobre, nunca se es inocente de partida. Es necesario demostrar cada día que no se tiene la culpa de haber nacido pobre. Vivir así da mucho miedo.
Ahora he vuelto a verlo en sus calles. Por la tele, claro. La pasmosa inocencia de los cayetanos es de boutique exclusiva. Cuesta un pico, y se distingue a la legua. Pero, a la vez, pretende mostrarse como un capricho común. Lo es, abunda más de lo que se cree. Hay unas Hurdes de los ricos, que han perdurado más que las Hurdes que denunció el histórico documental de Luis Buñuel. Durante la pandemia, se vio en aquellas manifestaciones contra los confinamientos. Cuando muchos la llamaban “plandemia”. Les encantan los juegos de palabras.
A falta de ideas, siempre quedan las palabras sueltas. Son más fáciles de usar, no hay que apilarlas en frases que luego se complican. La gente cree que tiene razón porque ha deformado una palabra. Considera que, con ese truco, saca a la luz su verdadero significado, y se pone muy contenta por haber dado en el clavo. La culpa la tiene Ferran Adrià. Lo que el famoso cocinero hacía en su laboratorio con la morcilla, ahora se hace con el lenguaje, pero al revés. En la deconstrucción gastronómica de Adrià, se reducen los alimentos a su esencia invisible. En el lenguaje cayetano, todas las palabras son sospechosas. Para esenciales ya están ellos.
Siempre se desconfía de lo que se desconoce. Aplicado a los aldeanos, a esto se le llamaba cazurrería. Salía mucho en las películas de Paco Martínez Soria. Las teorías de la conspiración están hechas de cazurrería que quiere pasar por perspicacia, por aparentar que se sabe el secreto. Uno no se deja manipular por nadie. Y menos, por quienes pretenden saber más. Antiguamente, a este razonamiento se le llamaba Inquisición. Su finalidad es la exclusión del conocimiento. Una vez probado que toda palabra puede impugnarse, se deja de creer en las palabras.
La izquierda se ha quedado estupefacta al ver cómo la derecha se ha apropiado de su vocabulario, de sus frases, de su imaginario. Hace ya tiempo que sucede. En su cuenta en la red social X, el guionista Javier Durán (@tortondo), colgó, entre otras, la foto de un manifestante, en una de estas noches de Ferraz, que alzaba un cartel con esta cita: “Prefiero morir de pie que vivir de rodillas”. Es la conocida frase de la Pasionaria, en un mitin, en París, al principio de la guerra (algunas fuentes aseguran que la pronunció antes Emiliano Zapata).
Las derechas pueden verse identificadas con lemas de la Pasionaria porque las palabras ya no significan nada en ninguna parte. Las hemos retorcido hasta dejarlas sin esencia. Una vez llegados a esta situación de vacuidad de la palabra, cualquiera puede decir que vivimos en una dictadura, y quedarse tan a gusto. También se dijo mucho en Cataluña durante el proceso. En las manifestaciones de Ferraz, se han entonado eslóganes que antes fueron coreados en las manifestaciones independentistas.
El de “prensa española, manipuladora”, contiene la paradoja de que en Madrid se voceaba enarbolando a la vez banderas españolas. Lo cantaban hace siglos los Focomelos: “todo lo que rima es verdadero”. El significado ya no importa. Basta con que rimen las palabras, para cargarse de razón. Independentistas y cayetanos no son los mismos y, sin embargo, están atrapados en una misma cosa. Riman entre ellos, y eso hace que sus verdades se parezcan. Se retuercen de dolor para manifestar precisamente lo contrario, pero son también víctimas del pensamiento único (parte del pensamiento único consiste en que todo el mundo hable igual).
Aunque se crea muy ocurrente, la derecha no se enriquece apropiándose del léxico de la izquierda, sino que se empobrece a raudales, pues se queda sin su propio lenguaje. La derecha ha vendido sus valores a la ultraderecha, y ahora está condenada a compartirlos con esta. Incluso, a pedírselos prestados para intentar manifestarse luego por su cuenta y riesgo, sin la vergüenza de su compañía.
Así, ha resucitado ese viejo lema de la dictadura franquista: “España una, y no cincuenta y una”. Pero cincuenta y uno suman más que uno, y una es una manera lamentable de quedarse uno solo. Es un modo de no aceptar que somos muchos, cada uno a su manera, y que algo habrá que hacer para convivir. Cuando era una y no cincuenta y una, España vivía penosamente en un régimen de autarquía y no la querían en ninguna parte, ni siquiera en la ONU (hubo otra ocurrencia: “si ellos tienen UNO, nosotros tenemos dos”). En su aislamiento, España se creía una, grande y libre.
Ese agujero de la historia, que fue la soledad de España durante décadas, es el que se ha abierto ahora en la tela de las banderas que llevan a las manifestaciones. Es el desagüe por donde se va todo lo que avanzamos a duras penas. Una España rota, desgarrada, agujereada de polilla como el abrigo de aquel anuncio de Polil, de Cruz Verde. Una España descosida, que se niega a contarse para sumar, que de nuevo se queda sola porque prefiere ser una a ser más, pudiendo haber sido mayoría.
Es el agujero en la tierra donde Pedro Sánchez cuela la canica definitiva, exclamando: ¡chiva, pie bueno, tute y gua! Se gana de pie, pero se juega arrodillado. Los juegos tienen unas reglas estrictas. En su reciente libro, Gregorio Morán dice que Felipe González actuó durante sus años de Gobierno como un jugador de billar. Compara sagazmente su modo de ejercer la política, de poner los ministros..., con las técnicas de ese juego. Empezó a practicarlo nada más llegar a la Moncloa. ¿Dónde lo aprendió?
Quizá valga la pena recordar que, antes de ser jugador de billar, Felipe González había practicado con la petanca. Hasta se hizo fotos jugando alguna partida. Traía este juego de Francia. La petanca tiene algo de billar a mano, de golpeteo rudimentario. Obedece a reglas menos depuradas. Es una cuestión de puntería, antes que de estrategia. Se juega a la intemperie, como se juega en la oposición. Y del mismo modo, siempre se acaba levantando tierra, tragando polvo o haciéndolo tragar, por ejemplo, el de Suresnes. Durante el juego, conviene llevar una cinta métrica en el bolsillo para evitar discusiones. La justicia de los obreros.
En Felipe González, el billar aparece cuando su vida se ha sofisticado. Ya puede llover ahí afuera: el billar es el juego de interior por excelencia. Se practica bajo una luz de interrogatorio policial. La sala está llena silencios como en una obra de teatro trágica. Nada más parecido al poder. Al viejo poder. Ya hace tiempo que el poder no se gana con mayorías absolutas. Ahora, las urnas son cincuenta y una, y no una. Todo ha cambiado.
Poco puede explicarle del billar Felipe González a Pedro Sánchez. Pertenece a otra generación. Pedro Sánchez es el jugador de canicas. En esta película, el buscavidas va con una bolsa llena de bolas de cristal. Aquí, en vez de carambolas, hay meques. Abandonad toda piedad cuando se da un meque. Mejor no dejar supervivientes, a no ser que convenga dar una amnistía (siempre habrá ocasión para rematar). A diferencia del billar, no se trata de mandar a la tronera las bolas en danza, sino de quedarse con todas las bolas de los otros.
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