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El chivo expiatorio o la ejemplaridad del gobernante

El rey Juan Carlos preside un desfile del 12 de octubre en una imagen de archivo

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Desde tiempos ancestrales las tribus humanas descubrieron un modo eficaz y rápido de lavar las culpas colectivas y protegerse de males futuros mayores: se trata de la figura del chivo expiatorio, que a menudo era inocente, por lo que los fines catárticos perseguidos con su sacrifico contenían repugnantes dosis de hipocresía tribal y maldad individual; su sacrificio, no obstante, resultaba eficaz porque aplacaba a la “bestia” que todos llevamos dentro y que adopta su versión más agresiva cuando concitamos nuestras voluntades ayunas de humanidad. 

Luis Capeto, también conocido como Luis XVI, perdió la cabeza y lo que la coronaba entre los gritos de los que se concentraron frente a la guillotina, que no eran la mejor versión de los hijos de Francia. La misma cuchilla segó la cabeza de los instigadores de aquella decapitación regia ante los mismos gritos de los mismos espectadores. Los líderes políticos del momento, Robespierre y Danton, tan distintos y a la postre tan iguales, formaron una suerte de coalición endeble que les devoró. Y el que quiera entender que entienda.

El rey Juan Carlos I no ha escapado de su responsabilidad como nosotros no escaparemos nunca de nuestra sombra. Lo evidente se manifiesta por sí mismo. Además, de eso ya se ha hablado, se habla y se hablará, certeramente animados por elDiario.es; también se están vertiendo frases y frases con intereses de dudosa reputación sobre lo que hay en la trastienda de lo que se nos quiere vender. Una vez más, las cosas rara vez son como parecen ser.

El rey emérito es responsable de sus acciones reprobables y de las acciones que también la Historia ponderará, como tantos y tantos y tantos presidentes de gobiernos de repúblicas no exentas de corrupción por ser tales. Pensar que sólo él es responsable de lo que ahora nos 'escandaliza' sería una ingenuidad inaceptable. En una sociedad democrática, lo que me obsesiona es: ¿podría haberse evitado? ¿Cómo evitarlo en el presente y, por lo tanto, en el futuro? ¿Qué hace de un gobernante que sea un buen gobernante?

Vamos a por las dos primeras preguntas. Además de la intransferible responsabilidad personal del monarca, las otras responsabilidades ahora se me escapan, ¿no habría que mirar hacia los presidentes de Gobierno que ha compartieron con él los designios de dirigir España mientras el reinaba? Cada uno sabe lo que hizo y las omisiones en las que incurrió; seguramente no todos se comportaron de la misma manera, pero van en el lote del fiasco sistémico; a los que hay que sumar a la propia Casa Real y los profesionales que en ella sirvieron; quizá el recuerdo de la actitud de Sabino Fernández Campo puede dar pistas de lo que se podría haber hecho: su cese inopinado le ha salvado de la quema. Al rey, como a todos los que mandan, hay que decirles también que NO: ¡se juegan tanto! Esto me lleva a sus amigos y amigotes; parece que ha habido más de lo segundos aprovechados que de lo primero.

Los medios de comunicación tampoco pueden irse de rositas; desde el más independiente de los independientes al más monárquico ya saben lo que no hicieron: ¿quién les va a dar ahora las gracias por su silencio?

Vamos a por la tercera pregunta. Flaubert sostiene que toda educación es ‘éducation sentimentale’, cuyo fin apunta a que las acciones buenas nos parezcan buenas, y sintamos como malas las que aparecen ante nuestra conciencia como malas. Separar los vicios privados de las virtudes públicas es tanto como hacer trampas jugando al solitario. Las virtudes y los vicios son como las cerezas, van en racimos, y no han cambiado desde que el hombre es hombre. Los defectos de los hijos suelen proceder en gran medida los fracasos de los padres. Los reyes reinantes tiene aquí una pista, y los demás también.  

Efectivamente, lo que hacen los gobernantes constituye siempre un mensaje, por eso no hay que elegirlos por lo que piensan, sino por lo que son. Su ejemplaridad consiste en afanarse por ser mejores siendo uno más entre todos, dispuestos a compartir los riesgos y las dificultades. Aristóteles, que ayudó a que se formase el líder militar más insigne de la Antigüedad, apuntaba que la virtud se contagia cuando el soldado sale beneficiado de la virtud del jefe.

Ese tipo de líderes se distingue porque conocen el límite de sus fuerzas, piden consejo cuando necesitan rebasar esos límites y saben rectificar. Son audaces porque se creen capaces de alcanzar metas muy exigentes, y magnánimos con las personas, porque piensan que mientras viven pueden seguir creciendo, no les dejan creer que han llegado hasta el final en ningún sentido, ya que pueden y deben llegar a más. Por último, son humildes, pues saben que el líder se demuestra cuando deja de serlo y que el verdadero éxito se contempla desde la tumba.

Estoy convencido de que a medio plazo era lo mejor que le podía haber pasado a Juan Carlos I, (esta afirmación exigiría una consideración teológica que aquí no toca); y a corto plazo, a nuestra sociedad acechada por el virus: todo se acaba sabiendo; no sólo lo que nos interesa.

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