Chorizos
Para los amantes de las efemérides, en agosto próximo se cumplen 15 años de la célebre frase “España es un país de chorizos”. La pronunció Julio Anguita en una entrevista a un periódico sevillano y tuvo tal acogida que la repitió en muchas otras ocasiones para regocijo de los medios, que no se podían resistir a tan atractivo titular. Por supuesto, Anguita no pretendía decir que todos los españoles son chorizos, entre otras cosas porque le hubiera tocado incluir en la organización criminal a sus propios votantes, que llegaron a ser casi tres millones en los años gloriosos de IU. Lo que quería seguramente transmitir es que en España se conjugaban determinadas circunstancias para que floreciera la corrupción.
Los escándalos en torno a la adquisición de mascarillas y otros materiales sanitarios durante la pandemia vuelven a agitar el debate sobre el alcance de la corrupción en nuestro país. Una corrupción agravada en estos casos por haberse desarrollado en el momento más dramático de nuestra historia reciente. No entraré en la discusión de qué partido es más corrupto; solo dejaré la constancia estadística de que el caso Koldo es el primer escándalo que estalla en el mandato de Pedro Sánchez, mientras que el último Gobierno del PP sigue paseando sus pecados por los tribunales e incluso el partido como tal está condenado por el Tribunal Supremo por lucrarse de la corrupción. Tampoco polemizaré sobre qué partido reacciona de manera más contundente contra la corrupción: tan solo recordaré que hoy el exministro Ábalos está en el Grupo Mixto porque el PSOE le exigió que renunciara a su escaño, mientras que el anterior líder del PP, Pablo Casado, fue laminado por denunciar que el hermano de Ayuso se había lucrado con la venta de mascarillas a la Comunidad de Madrid.
El Índice de Percepciones de Corrupción es el ranking de referencia sobre corrupción pública en el mundo. Lo elabora cada año Transparency International con base en datos que recoge de una serie de instituciones globales y nacionales, como el Banco Mundial o el Foro Económico Mundial. El Banco Mundial define la corrupción como “abuso del poder público para beneficio privado”; sus manifestaciones son el soborno, la malversación de fondos, el uso de cargos para lucro personal, el nepotismo o la captura del Estado por intereses privados. En la medición de la corrupción también se tienen en cuenta la capacidad de las administraciones para combatirla, la eficacia de la legislación para garantizar la transparencia de los cargos públicos en las declaraciones de sus finanzas personales y sus posibles conflictos de interés, la eficacia de la justicia y la calidad el acceso ciudadano a la información sobre la gestión del Estado. Pues bien: en el último informe de Transparency International, correspondiente a 2022, España ocupa el puesto 36 entre 180 países. Están mejor situados todos los países de Europa occidental salvo Italia y otros con economías menos potentes como Uruguay y Chile. Me mosquea un poco que también nos superen Bahamas y Seycheles, hasta hace pocos meses en la lista de la UE de paraísos fiscales, o Emiratos Árabes Unidos, donde quizá la corrupción no esté tan extendida porque se concentra en las muy altas esferas. Pero, en fin, es lo que dice el reporte. Por supuesto que no estamos como el México de los años 20 del siglo pasado, cuando el presidente Obregón dijo con resignación aquello de que en su país “no hay general que resista un cañonazo de 50.000 pesos”; pero estamos demasiado lejos de Dinamarca, Finlandia o Noruega, los abanderados en buena conducta pública.
Tendemos a interesarnos más por los chorizos pintorescos y algo cutres como Koldo García, El Bigotes, Tito Berni o el ya lejano Juan Guerra –cuyas diabluras inspiraron un ingenioso repertorio de sevillanas–, quizá porque nos va la marcha Torrente. Realmente, es difícil superar el relato de un asesor ministerial que fue portero de un puticlub y que con las comisiones que ganó en la pandemia se compró unos pisos en Benidorm. Pero el caso Koldo es un asunto serio sobre el que deberá pronunciarse la justicia con todas sus consecuencias. El problema es la rapidez con que nos vamos olvidando de otros choriceos, algo menos chispeantes pero de mucha más enjundia económica, que han contribuido, y siguen contribuyendo, a que estemos en un puesto nada halagüeño en el ranking mundial de la corrupción. Hace dos años, por ejemplo, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia impuso la multa más elevada de su historia –204 millones de euros– a las seis principales constructoras del país por haber concertado durante 25 años miles de licitaciones públicas. Ese cartel causó un grave daño a las arcas públicas y al sostenimiento de numerosas empresas de construcción medianas y pequeñas, que se vieron privadas de un escenario de libre competencia. Las seis compañías han recurrido la multa y logrado en la Audiencia Nacional la suspensión cautelar su cobro, y han seguido licitando como si nada para los grandes contratos del Estado. ¿Veinticinco años de supuestos trapicheos sin que la Administración pública notara algo rato en los procesos de licitación? Podemos hablar también del escandaloso rescate a la banca, el mayor de la historia de España, por parte del Gobierno del PP: más de 60.000 millones de los contribuyentes que siguen sin volver a las arcas públicas, en contra de lo que se prometió.
Para algunos expertos, la corrupción en España es estructural y heredera de un modelo consolidado durante el franquismo, en el que buena parte del sector productivo dependía de alguna manera de los contactos que lograra tejer con el poder político. Los bancos, las grandes constructoras y las compañías energéticas se mantuvieron como los actores económicos por excelencia tras el cambio de régimen, y los esfuerzos por meterlos en cintura han terminado, a lo sumo, en pequeños y pasajeros pellizcos a sus cuentas de resultados. En amplias capas de la sociedad se mantiene la percepción de que el “enchufe” sigue siendo la herramienta más eficaz para conseguir un empleo en la administración –aún hoy vemos dinastías familiares en empresas o departamentos públicos– o para lograr contratos o subvenciones. En su estudio ‘El coste económico del déficit de calidad institucional y la corrupción en España’ (Fundación BBVA, 2022), los economistas Francisco Alcalá y Fernando Jiménez sostienen que la calidad institucional de España y el control de la corrupción se encuentran por debajo de lo que le correspondería de acuerdo con el nivel de desarrollo de su economía. Y calculan que llegar al puesto que le corresponde permitiría aumentar anualmente el PIB en 1,2 puntos adicionales en los próximos 15 años. El FMI, por su parte, apunta mucho más alto y estima que España pierde 60.000 millones de euros cada año por la corrupción, lo que equivale a un 4,5% del PIB. Algo sabrá del asunto su exdirector general Rodrigo Rato, cerebro del famoso “milagro económico” de la era Aznar.
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