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Una comisión de la verdad para la pederastia eclesial

EFE/EPA/RICCARDO ANTIMIANI/Archivo
15 de febrero de 2022 22:32 h

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Se ha roto ya el silencio que rodeaba los delitos de pederastia en el seno de la Iglesia Católica en España. Llega la hora que la Conferencia Episcopal ha dilatado hasta lo imposible para que salga la verdad a relucir. No solo se ha negado a reconocer los hechos, sino que han llegado incluso muchos de sus representantes a culpabilizar a las víctimas, niños y niñas menores de edad, que quedan al cuidado de clérigos sacrílegos.

El estado tiene la obligación de velar por los ataques a la indemnidad, aquí sexual, de sus ciudadanos y de su autodeterminación, provengan de donde provengan. La Fiscalía General ha tomado cartas en el asunto, centralizando las investigaciones ya abiertas en diversos partidos judiciales. Por otro lado, la investigación judicial únicamente puede prosperar siempre que el delito no haya prescrito, incluso contado con el cómputo de la prescripción a partir de los 35 años de edad de la víctima. Esperemos que las actuaciones corran mejor suerte que las tramas de tráfico de menores. 

Estos hechos superan con creces los límites y cauces del derecho penal. Las agresiones y abusos sexuales por parte de los clérigos se presentan como una extendida pauta de conducta de atentados sexuales sistemáticos. Que eran sistemáticas y sistemáticamente amparadas se colige de los relatos que se van conociendo por doquier. Los focos, por ahora, se centran mayoritariamente en centros educativos y análogos.

Cabe preguntarse el porqué de la extensión de esas conductas aberrantes, que a cada día que pasa vemos cómo se desbordan los límites que parecían infranqueables del anterior. La impunidad es una buena explicación. La pretensión de ser una sociedad perfecta ha dado pie a la Iglesia Católica a sustraerse al control del poder civil. En España esa ha sido la tónica. Así se le permite dejar sin castigo a delincuentes.

Sin embargo, la mayor parte de países europeos occidentales, con las excepciones no casuales de España e Italia, han ido en sentido contrario. Han pretendido saber la verdad. Por ello han creado comisiones ad hoc a fin de determinar el alcance de estas atrocidades, con el código canónico en la mano, sacrílegas, y las responsabilidades, proponiendo incluso, indemnizaciones.

Ello supone la creación de una comisión pública, con plenos poderes y no sometida a ninguna administración ni autoridad civil o religiosa, ni, por tanto, tampoco al Defensor del Pueblo. Esta comisión, para ser realmente independiente, ha de disponer de todos los medios personales y materiales que se requiera para su constitución y que se vaya requiriendo para su funcionamiento. Debe estar integrada por hombres y mujeres expertos en la materia, es decir, expertos en victimización y en abuso sexual infantil. Por lo tanto, la han de integrar, en primer lugar, víctimas. A título meramente enunciativo y nunca excluyente, han de añadirse, juristas, psicólogos, criminólogos, terapeutas, enseñantes, expertos en derecho eclesiástico e, incluso, algún religioso o religiosa que haya destacado por su labor en pro de estas víctimas tan vulnerables. 

Esta comisión, que tendría ante sí un trabajo ímprobo por la extendida omertà de víctimas y victimarios, debería estar dotada no solo de los medios antedichos, sino de amplias potestades de investigación en orden a la citación personal, que en caso renuente sería coercitiva, a la entrega, y en su caso incautación, de materiales tales como actas, archivos, declaraciones, fuere el que fuere el lugar donde se hallaren y, en fin, visitas a los lugares que se considere conducentes al buen fin de la comisión. Lógicamente, hasta el documento final con la relación de hechos y víctimas y las indemnizaciones propuestas, los trabajos habrían de estar presididos por la confidencialidad, lo que no excluye el registro de todo cuanto se dijera y se estudiara en sus investigaciones y en sus sesiones.

Tal como demuestran, por ejemplo, las experiencias británica y francesa, cada una con sus características, estas comisiones llevan su tiempo. Incluso convendría no cerrarlas hasta un esclarecimiento razonablemente satisfactorio de casos. Hablamos de un grueso significativo de delitos, hablamos de número de seis cifras. Por tanto, su periodo de vigencia, en un primer momento, no puede ser nunca inferior a un lustro.

¿Cómo debería ser esa comisión? Experiencias de quienes fueron más valientes y respetuosos con los derechos de los ciudadanos y el respecto a las víctimas ponen de relieve otro extremo fundamental, a saber: hay que huir de comisiones parlamentarias de investigación. Lamentablemente, con su empecinado sesgo partidista en ristre sirven de bien poco y sucumben a la disolución de las cámaras, salvo que el nuevo parlamento las recupere expresamente. Encomendarla, por otra parte, como se ha propuesto, al Defensor del Pueblo choca con un obstáculo material: la dedicación de este delegado de las Cortes Generales para la protección de los derechos fundamentales es su tarea exclusiva y se circunscribe a las presuntas violaciones de aquellos que puedan cometer los agentes públicos. Los religiosos no son agentes públicos ni forman parte del estado, más allá de los que, por otras razones, sean simultáneamente funcionarios.

En fin, esta comisión, debería ser nombrada por el Parlamento, tras las audiencias de aquellas personas propuestas por entidades civiles, con curricula acreditadas en la materia a indagar, tales como los profesionales ya citados, vinculados a fundaciones, asociaciones, centros públicos y privados cuyo objeto sea el estudio, investigación, protección o cuidado de las laceradas víctimas que esperan una respuesta social y, ahora, institucional, que ya no admite dilación. Intentar paliar el sufrimiento por sus secuelas permanentes es una deuda impagable. No intentarlo sería recrearse con mayor sadismo que el del delito cometido. Ahora sí sabemos. No podemos hacer como que ni vemos ni sentimos.

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