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Uno comprende

Carles Puigdemont y Yolanda Díaz durante su encuentro en Bruselas.

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Uno comprende que, según han ido las cosas en los últimos años, no hay posibilidad de que PSOE y PP se entiendan en nada. El PP, que dice ser constitucionalista hasta las cachas, sigue empecinado con el bloqueo del poder judicial. Y ha unido su destino al de Vox, un partido que, empezando por el Título Octavo, el de las autonomías, quiere hacer trizas la Constitución. Alberto Núñez Feijoo no ha dado la talla. Isabel Díaz Ayuso es la traducción al cheli del trumpismo. Este es un PP con el que no hay forma de llegar a acuerdos.

Uno comprende que la aritmética parlamentaria es la que es y que Pedro Sánchez necesita hacer malabarismos y tensar la Constitución, quizá más allá de sus límites, lo que no es nuevo pero nunca es bueno, para congregar una coalición variopinta que le permita alcanzar la investidura. Ya sabemos, por el pasado reciente, que Sánchez no tiene muchos miramientos cuando se trata de alcanzar y mantener el poder.

Uno comprende que no es momento para exagerar los escrúpulos. Una repetición de las elecciones nos llevaría, muy probablemente, a una situación parecida a la actual, aunque con más fatiga y más encono. En el horizonte europeo se atisban dificultades económicas. Por tanto, conviene que se forme un gobierno. Y ese gobierno sólo puede ser encabezado por Pedro Sánchez y sus aliados, con todo lo que eso supone. A Feijoo nunca le saldrán los números.

Uno comprende que la política es, además del arte de comer sapos y decir que están ricos, la ciencia de conseguir lo posible. En el ámbito de lo posible, ahora, hay lo que hay.

Uno comprende incluso que el mismo Pedro Sánchez que antes estaba contra la amnistía, ahora propugne la amnistía para Carles Puigdemont: cuestión de sapos. Sánchez necesita los votos de Junts, el partido de Puigdemont. ¿Hay que hablar con Puigdemont? Parece inevitable. ¿Hay que convencerle? Si no, no hay gobierno. Que el gobierno de España dependa de un personaje que no sólo aspira a que Cataluña se independice de España, sino que odia visceralmente España, es una de esas cosas que pueden pasar de vez en cuando en un país con una historia tan complicada como la española. Que un gobierno progresista dependa de un partido como Junts, mucho más derechista que el PNV, puede añadirse también a la lista de paradojas.

Y si hay que comprenderlo todo, se comprende también que la dirección del PSOE y el Gobierno transmitan la idea de que una amnistía, y un “aquí no ha pasado nada”, servirán para cerrar las heridas abiertas por aquellos segundos absurdos en que Puigdemont declaró la independencia y suspendió su propia declaración. Hablo de heridas en ambos bandos, de una frustración generalizada. Creo que amnistiar a Puigdemont no sólo discrimina a quienes asumieron sus actos e ingresaron en prisión, sino que avivará, en lugar de apaciguar, los ánimos del independentismo. Creo que en Cataluña y en el resto de España habrá muchos que no acepten la amnistía. En fin, seamos, además de comprensivos, optimistas.

Lo que no comprendo es que todo esto se haga entre sonrisas. No veo la necesidad de que Yolanda Díaz, vicepresidenta en funciones del Gobierno, exhiba públicamente su felicidad por encontrarse con Puigdemont. No me parece que haya nada que celebrar en estas negociaciones.

Ojalá se forme un gobierno progresista. Ojalá no haya que lamentar algunos de los pactos necesarios para conseguirlo. Pero, por favor, seamos consecuentes. El momento no es festivo sino fúnebre. Los riesgos, altos. No confundamos lo necesario con lo bueno.

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