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Hacer una constitución en el siglo XXI

El presidente de Chile, Gabriel Boric, vota el plebiscito constitucional hoy, en el Liceo Industrial Armando Quezada Acharan, en la austral ciudad de Punta Arenas (Chile). EFE/ Juan Carlos Avendano/Aton Chile

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El pasado domingo, 4 de septiembre, la mayoría del pueblo de Chile rechazó la propuesta de nueva Constitución, con un 62% de voto contrario a dicho texto. Una Constitución cuyo impulso vino dado fundamentalmente por el estallido social de 2019 y la necesidad apreciada de construir un nuevo país.

Una propuesta de Constitución democrática que pretendía sustituir a la todavía vigente, aprobada en 1980 por la mayoría del pueblo chileno en plena dictadura de Pinochet –de cuyo golpe de Estado se cumplen 49 años precisamente hoy, cuando escribo estas líneas-. Una nueva Constitución acordada en un proceso participativo, paritario y democrático, como la misma recuerda, que define a Chile como un Estado social y democrático de derecho, plurinacional, intercultural y ecológico, como una república solidaria en una democracia inclusiva y paritaria. 

Una Constitución pionera, que pretendía reconocer nuevos derechos como el acceso al agua, nuevos derechos para los pueblos indígenas, la igualdad de género también para las personas de las diversidades y disidencias sexuales y de género, el aborto, la protección del medioambiente, el derecho al ocio, al descanso y a disfrutar del tiempo libre, el derecho de toda persona y pueblo a comunicarse en su propia lengua o idioma y a usarlas en todo espacio, al acceso responsable y universal a las montañas, ríos, mar, playas, lagos…, que compromete al Estado a fomentar el acceso al libro y al goce de la lectura, que prevé que las ciencias y las tecnologías se desarrollarán según los principios bioéticos de solidaridad, cooperación, responsabilidad y con pleno respeto a la dignidad humana, la sintiencia de los animales y los derechos de la naturaleza, que contempla también la recuperación, revitalización y fortalecimiento del patrimonio cultural indígena y el derecho a obtener la repatriación de sus objetos de cultura y restos humanos y reconoce también los sistemas jurídicos de los pueblos y naciones indígenas, coordinados en plano de igualdad con el Sistema Nacional de Justicia...

Y, hablando de Justicia, contenía previsiones tan interesantes como la de que la función jurisdiccional se regirá por los principios de paridad y perspectiva de género y que los tribunales deben resolver con enfoque de género, así como que las sentencias deberán ser redactadas en un lenguaje claro e inclusivo, o que se creen centros de justicia vecinal para promover la solución de conflictos vecinales y de pequeña cuantía. Y la previsión de un Consejo de la Justicia –el equivalente a nuestro CGPJ -, que estaría compuesto por diecisiete miembros, de los que ocho serían juezas/ces elegidos por sus pares, dos funcionarias/os o profesionales del Sistema Nacional de Justicia también elegidos por sus pares, dos elegidos por los pueblos y naciones indígenas y cinco elegidos conjuntamente por el Congreso y la Cámara de las Regiones, rigiendo siempre los criterios de paridad de género, plurinacionalidad y equidad territorial. Lo que relato por el interés que tiene en el marco del enredo espectacular en que se halla sumida la renovación del CGPJ.

Una propuesta de Constitución larguísima, pues consta de 388 artículos, más 57 Disposiciones Transitorias –por comparación, la vigente de 1980 tiene 129 artículos y 25 Disposiciones Transitorias, y la española tiene 169 artículos, 4 Disposiciones Adicionales y 9 Transitorias-.

No me ha quedado claro qué ha ocurrido en Chile para que haya fracasado este intento de dotarse de una nueva Constitución. Seguramente sea muy difícil saberlo. Pero hay varios elementos a tener en cuenta al realizar esa valoración, para la que, desde luego, en modo alguno me siento cualificada, sino que me limito a resumir lo que he podido leer y escuchar. En todo caso, parece claro que se le ha reprochado ser demasiado izquierdista o radical y no haber sido suficientemente consensuada y también ser un texto muy largo, farragoso y, en cierta medida, contradictorio en algunos extremos; un voto de castigo y rechazo al Gobierno de Boric; una reacción negativa a la obligatoriedad del voto en esta ocasión; la falta de apoyo expreso, cuando no el rechazo de una parte de la izquierda, que no ha defendido el conjunto del texto propuesto; una campaña feroz de las grandes empresas extractivas mineras, agrícolas y forestales…

Incluso me surgen dudas al interpretar la toma de posición de los pueblos indígenas. Miren, las comunidades mapuche -que constituyen el 80% de las comunidades indígenas, comunidades que, a su vez, representan el 12,8% de la población de Chile, que alcanza algo más de 19 millones de personas-, habían defendido, en principio, este texto constitucional, pero ha resultado que también en este espacio el resultado ha sido contrario a la nueva Constitución.

¿Y ahora qué? Imposible preverlo. Bien podría ocurrir que se proponga otro nuevo proceso constituyente o que se proceda a intentar una reforma de la Constitución de 1980. O bien que todo quede como está, sin avance alguno.

Entretanto, conviene valorar lo acontecido. Yo, que en modo alguno tengo especiales conocimientos de Derecho Constitucional, entiendo que tal vez este texto era demasiado “preciso”, demasiado “concreto”, demasiado “amplio”… en el reconocimiento de derechos. No es que reconocer derechos, cuantos más mejor, sea algo negativo en sí mismo, sino todo lo contrario, pero bien podría retomarse la cuestión partiendo de la auténtica “Constitución Universal”, plasmada hoy por hoy en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y en los textos internacionales de desarrollo de estos derechos. En realidad, todo está ahí, todos los derechos que han sido plasmados en la fallida Constitución de Chile y que podamos imaginar están ya comprendidos en dicha Declaración y en otros textos de Naciones Unidas y otros organismos internacionales y en los que se aprueben en el futuro.

Por explicarme, parto de la Constitución española de 1978, cuyo nivel de detalle en los derechos y libertades es infinitamente menor que el que ahora comento, pero que ha permitido un desarrollo espectacular de tales derechos. Piénsese, por ejemplo, en la conciliación de la vida laboral, personal y familiar, que no consta expresamente en nuestra Constitución, pero ha sido desarrollado como un auténtico derecho fundamental por el Tribunal Constitucional y por la legislación.

O la igualdad de trato y la no discriminación, plasmadas en la Ley 15/2022, de 12 de julio, que se apoya en el artículo 14 de la Constitución, que reconoce el principio de igualdad ante la ley y proscribe la discriminación por cualquier condición o circunstancia, así como en la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros textos internacionales de relevancia. En esta ley se incluyen expresamente nuevas circunstancias que impiden la discriminación, no concretamente plasmadas en el texto constitucional.

Y lo mismo cabe decir respecto de la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual, en la que, con base en varias previsiones constitucionales, se reconocen también nuevos derechos y se amplía la prohibición de discriminación.

En definitiva, tal vez no resulte conveniente ni práctico concretar los derechos de cada persona o grupo de personas, cada cual con sus necesidades apremiantes, sin duda, y sus exigencias legítimas de igualdad y protección. Tal vez resulte más realista e igual de ambicioso sumarse a los derechos humanos universalmente reconocidos y luego regularlos y adaptarlos en la legislación ordinaria a la realidad del país.

Por finalizar con otro ejemplo: Chile ya tenía ratificado el Convenio n.º 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales de 1989 –Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas-, un tratado que superaba el anterior Convenio n.º 107, de 1957, y que tiene la máxima relevancia en el reconocimiento de sus derechos a asumir el control de sus propias instituciones y formas de vida y de su desarrollo económico y a mantener y fortalecer sus identidades, lenguas y religiones y a participar de manera efectiva en las decisiones que les afectan, partiendo de su consideración de sujeto colectivo, y reconociendo los derechos a la propiedad de sus tierras y a los recursos naturales de sus territorios, a la autodeterminación y consulta previa. Sinceramente, no creo que la propuesta de Constitución fracasada haya ido mucho más lejos, no de manera relevante, al menos.

Esto es, una Constitución para el siglo XXI bien podría sumarse a todo ese cortejo de derechos universalmente reconocidos y por reconocer. Porque ¿quién podría negarse a ello sin sonrojo? Y ¿quién podría reconocer más?

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