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Qué conveniente la violencia

Detalle de los daños en un escaparate roto en la zona de la Puerta de Sol de Madrid tras los disturbios en una manifestación por la libertad de Pablo Hasél.
21 de febrero de 2021 21:15 h

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Hay mucho de burda obscenidad en la facilidad con que episodios aislados de violencia callejera asaltan la agenda pública en España. Da la impresión de que cualquier mercenario o descerebrado puede marcar el debate político y la conversación pública armado únicamente con una muleta, un adoquín o una lata de gasolina para mecheros. Le basta con preparar un escenario, encasquetarse un pasamontañas y esperar a que aparezca una cámara; un ecosistema entregado en cuerpo y alma a convertir su apetito por la destrucción en el juicio de Dios que separa a los demócratas y los no demócratas hará el resto.

Cuesta trabajo escoger qué da más vergüenza ajena, si la indignación por el “terrorismo callejero” entre los mismos medios que anteayer hacían chistes sobre  “bombardear Barcelona”, si la desvergüenza de Díaz Ayuso al sacar un adoquín para no explicar por qué su partido vendió viviendas sociales a fondos buitre o el alivio de Pablo Casado al convertir en estrellas a quienes los lanzan para no hablar de la agonía de su liderazgo, si la prepotencia socialista al darnos lecciones a todos sobre dónde reside la verdadera democracia o la arrogancia de Podemos al tragarse entero el cebo y poner cara de anhelar más… sobra donde escoger.

No se pueden amortizar mejor un par de cientos de miles de euros de destrozos en mobiliario urbano. Sin quitar gravedad a unos altercados que deben condenarse y prevenirse, lo único irremediable sucedido ha sido el ojo lamentablemente perdido por una chica. Lo demás lo cubren los seguros y la capacidad de resistencia de una “democracia plena”. En las sociedades normales se aísla e ignora a los violentos para no darles ni la ventaja de la publicidad porque saben que, a más difusión, más destrucción. En España se les convierte en protagonistas y unidad de medida ética y moral para juzgar y condenar al adversario o a las ideas.

A lo mejor no se acuerdan, porque nada más conveniente que hablar de la violencia de unos pocos para evitar tratar de las cosas que realmente nos afectan a la mayoría, pero todo esto empezó porque en España tenemos un problema con la libertad de expresión. A quienes tiran piedras y queman contenedores les importa una mierda la libertad de expresión, igual que a quienes les usan como coartada o como excusa; a mí sí me importa.

Me importa lo justo Pablo Hasél, ni siquiera me cae bien. Siempre he tenido alguien como él cerca. Todos somos contingentes, solo ellos son necesarios. Siempre eran más radicales que tú, más rebeldes que tú, más antisistema que tú, más comprometidos que tú y si no les bailabas el agua, siempre tenían una mirada a lo Rambo para petrificarte; aunque sin la gracia de Sly Stallone. Me importan y me conciernen sus derechos, porque son los míos y porque la libertad de expresión debe defenderse sobre todo cuando no te gusta lo que dicen. Ni su afirmación ni el uso de la libertad de expresión puede depender de quién la ejerza. Representa un derecho nuclear en una democracia plena y, en España, lleva una década retrocediendo en lo penal y en lo administrativo; también —de nuevo tan conveniente— en nombre del rechazo a la violencia.

Sin plena libertad de expresión se dificulta la búsqueda de la verdad en el debate público y político. Seguramente por eso se la hace retroceder como derecho en estos tiempos de política hecha tantas veces sobre mentiras, simplezas y medias verdades. La libertad de expresión siempre ha resultado el mejor antídoto contra la propaganda.

Sin plena libertad de expresión se reducen y limitan la calidad y la transparencia en la toma de decisiones públicas. Seguramente por eso se la persigue en estos tiempos donde tantas decisiones se han tomado sin más razón o debate que el dictado de los “mercados”, o los “científicos”, o los “técnicos”, o el “poder judicial”. De no haber existido el delito de injurias contra la corona, puede que la mayoría hubiera sabido mucho antes lo que hoy sabe sobre la monarquía.

Sin plena libertad de expresión se cercena la capacidad de desarrollo individual de los ciudadanos y se entorpece la posibilidad de ejercer el derecho a participar en la acción política. Seguramente por eso se la criminaliza en tiempos donde querer ser ciudadano y ejercer como tal significa buscarse problemas: ya pensamos nosotros, ya descubrimos nosotros, ya decidimos nosotros; no se metan en líos, váyanse a casa, miren una serie; ya le diremos nosotros cuál le conviene.

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