Los daños colaterales y la calderilla de la muerte
Tú eres muy joven y no te acuerdas, pero los que ya tenemos una edad recordamos perfectamente las guerras de las tres últimas décadas. Sobre todo aquellas en las que hemos participado, directa o indirectamente, en coalición con otros, como miembros de la OTAN, con las bases militares de nuestro territorio o enviando tropas. Y cuando vimos el martes la masacre del hospital gazatí, en seguida recordamos un concepto odioso que se popularizó en las guerras de finales del siglo XX y principios del XXI: los llamados “daños colaterales”. Así llamaban militares y gobernantes a las matanzas causadas por nuestros aliados.
Irak, Kosovo, Afganistán, de nuevo Irak, Libia… Cada operación militar “aliada” tuvo su colección de daños colaterales, siempre con la misma secuencia: un bombardeo sobre una instalación civil que deja decenas o cientos de muertos, negación inicial, dudas sobre la autoría, propaganda a todo trapo, rueda de expertos, vídeos, infografía, desmentidos, intoxicación y finalmente olvido; hasta que días, semanas o meses después, se confirmaba lo sospechado desde el primer minuto: que habían sido los nuestros.
El refugio de Al-Amiriya en Bagdad, alcanzado en febrero de 1991 por dos bombas “inteligentes” de Estados Unidos: más de 400 civiles abrasados y pegados a las paredes interiores. El convoy de refugiados bombardeado por aviones estadounidenses en Kosovo en la primavera de 1999, con más de ochenta muertos; o el puente destruido por un helicóptero Apache en Luzane cuando cruzaba un autobús lleno, en esa misma guerra. Un hospital de Médicos Sin Frontera en Kunduz, Afganistán. Una boda afgana en Kakarak, atacada por otro helicóptero estadounidense. Más de ochenta muertos, mujeres y niños la mayoría, en el bombardeo de la OTAN sobre el barrio de Majer, en Trípoli… La lista daría para varios párrafos.
En todos los casos había ruedas de prensa de portavoces militares que, asesorados por agencias de comunicación y relaciones públicas, administraban la (des)información y desviaban la atención durante días: primero negaban la masacre (podía ser un montaje del enemigo), después negaban la autoría (había sido el propio enemigo o un accidente), luego negaban la mala intención (fue un error, un objetivo equivocado, escudos humanos del enemigo), y cuando por fin una investigación independiente confirmaba su responsabilidad, ya había quedado atrás, superada por nuevas matanzas, acabada la guerra, comenzada la siguiente operación militar. Exactamente la misma secuencia que vemos en el bombardeo del hospital de Gaza, cuya verdad tal vez sepamos cuando ya no importe.
Los “daños colaterales” han tenido siempre una doble función: aterrorizar y desviar la atención. Aterrorizar a la población civil, que asuma que no hay lugar seguro, que huya, que lo dé todo por perdido, que se rinda. Y desviar la atención informativa global durante unos días: mientras se discute la autoría y las circunstancias, se quita el foco de la interminable matanza que se sigue produciendo. Nos quedamos con los cuestionados quinientos muertos y ya no vemos la calderilla de cientos, miles de muertos, que son exterminados en la sombra mientras discutimos quién bombardeó el hospital.
Mientras discutimos si fue un misil israelí o un cohete gazatí fallido, siguen cayendo toneladas de bombas. Mientras los expertos estiman la profundidad del cráter o la onda expansiva, Israel lanza más de 1.000 proyectiles por día. Mientras estudiamos las fotos aéreas del hospital, no vemos el medio centenar de ataques a hospitales y centros sanitarios, las decenas de trabajadores muertos en ellos. Mientras contamos coches quemados en el parking del hospital, apenas vemos que una cuarta parte de las viviendas de Gaza ya ha sido dañada o destruida, o que varias escuelas de Naciones Unidas en los campos de refugiados han sido también bombardeadas. Mientras ponemos en duda el número de muertos en el hospital de Al Ahli, perdemos la cuenta de los miles de palestinos ya asesinados, los más de mil niños (uno cada quince minutos según Save the Children), los no contados bajo escombros, los que mueren y seguirán muriendo por falta de atención médica y suministros básicos (heridos pero también enfermos) en un territorio sitiado, asediado, bombardeado masivamente y privado de agua, luz y alimentos donde sigue habiendo embarazadas, recién nacidos y personas con patologías.
Los daños colaterales consiguen además otro efecto perverso: subir el listón de la atención mediática a las masacres. Después de cuatrocientos o quinientos muertos, las matanzas de “solo” decenas de víctimas no merecen ya un titular en portada, y la calderilla de muertos que caen de uno en uno pasa desapercibida.
Al menos los portavoces ya no utilizan la miserable expresión “daños colaterales”. Porque saben que algunos tenemos memoria y no tragamos con eufemismos para tapar los crímenes de guerra.
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