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Desesperanza estival

Cristina Fallarás

Poco a poco nos vamos acostumbrando a este estado de las cosas. Ahora ya todo sucede sin demasiadas esperanzas. Hace dos días, sin ir más lejos, oímos a uno de esos señores de la banda decir que los indicativos están mejorando. A mí los indicativos me ponen de punta de pensar que esa gente se atreve a decir semejantes cosas. Ya sabemos que es mentira, que en todo mienten. Pero si fuera verdad, ¿mejorando hacia dónde? ¿Hacia un sistema que ya demostró su estrepitoso fracaso?

Entra un furgón al recinto carcelario con un delincuente de pelo de camello, los comentaristas de las cosas diarias dejan caer sus torrentes de palabras que ya casi ni nos rozan. Podríamos preguntarnos de dónde sale todo ese dinero tras el que lo encierran, de quién procedía y hacia quiénes, pero pateando una calle que ya no es la nuestra ni siquiera nos molestamos en un para qué. Cuando uno se acostumbra a mojar el pan del desayuno en el sumario de turno, el juez se le sienta a la derecha de un tertuliano, las cosas que suceden en Brasil nos despiertan una nostalgia como de pueblo ya de nuevo marrón, ya de nuevo conformado, de frío a destiempo. Nos vamos acostumbrando a las palabras judiciales y esta melancolía insana.

Un día me llamó una mujer a la que había visto una sola vez en mi vida y me dijo Yo tengo una casa, te la dejo, está en la montaña. La cuesta que sube desde la estación hacia el bosque esconde su caperucita, su lobo feroz y una abuelita rellena de cazadores. Claro, todo resulta aterrador, la solidaridad, lo que llaman horizontal, lo que llaman red, lo que llaman asistencia, lo que llaman nuevos modos de organización, esa forma que tienen las pequeñas administraciones públicas de ir desgranando la caridad con su fragancia de cartilla vieja de racionamiento. Doña Concha trae a veces cerezas, nosotros le llevamos galletitas de paquistaní para un desayuno más sustancioso. Los artistas jacarandosos proponen comer insectos, y me parece una buena solución.

Nos vamos acostumbrando a vivir la legislatura más larga de nuestra vida o de nuestro todo lo contrario. ¿Cuántas certezas se pueden destruir en cuatro años?, me preguntas bajo el tronar de unos petardos lejanos. Todas las certezas se pueden destruir todo el rato, me gustaría contestarte, pero no me sale la voz sino la pólvora. Convertir la destrucción minuciosa y constante en costumbre resulta un ejercicio que gana agilidad con el tiempo, me gustaría explotar. La política del cangrejo. La política asesina del cangrejo voraz.

Pero llega el verano, y nosotros en verano solíamos descansar, ¿recuerdas? Ahora nos preguntamos cómo hacerlo, cómo descansar de esta forma de hacernos a la idea. El enésimo furgón pelo de camello entrando en la trena nos pilla con la costumbre al ralentí, tumbados al sol del pan duro sobre los restos de nuestras certidumbres. Y nos vamos acostumbrando incluso a eso, aquí, en este bosque del que nada sabemos, con los indicativos de punta, ya sin esperanza. Llega el verano, lo que significa que todo puede ser peor.

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