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Designación del CGPJ: proceso irremediablemente viciado

El presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, Carlos Lesmes.

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El pasado 2 de agosto escribía en este mismo medio una reflexión titulada 'CGPJ: a la espera de la política una vez más (y todavía así)'. No pensaba entonces haber tenido que reiterarme sobre el tema. Pero han pasado siete meses ya y podría repetir, no solo el tema, sino también el título. Aunque, desafortunadamente, ni siquiera es así. En este tiempo ha vuelto a cambiar la realidad y también, en consecuencia, la reflexión, aunque no tanto, no se crean, sino que solo se han agravado. En estos siete meses –y los anteriores, desde diciembre de 2018, en que habían transcurrido ya los cinco años de mandato de este órgano–, pero particularmente en los últimos días, las cosas han cambiado y, como siempre, a peor, aunque pareciera ya imposible. Y es que, contra todo pronóstico –o no, solo lo digo por no parecer especialmente prejuiciada– se ha conseguido empeorar la situación, el enredo y, sobre todo, la siempre controvertida y, por lo visto ya demasiadas veces y durante demasiado tiempo, imposible ya de reconducir, relación adecuada entre la política –de partidos y representativa– y la designación del órgano de gobierno del poder judicial.

Varios son los aspectos a analizar y lamentar y, sin duda, habrá aún más de los que yo reseño. Sin entrar ahora en la insoslayable e inaplazable cuestión acerca del método de designación de este órgano, por razones ya reiteradamente expresadas, sino visualizando simplemente los tremendos problemas que está planteando la puesta en práctica del sistema actualmente vigente.

Por un lado, desde un punto de vista meramente instrumental, hemos de recordar que este CGPJ lleva ya dos años y tres meses prorrogado –prácticamente un 50% del tiempo legalmente previsto de mandato– y que sigue teniendo entre manos cuestiones de la mayor relevancia, y no solamente los nombramientos de altos cargos judiciales. Lo que “obliga” tajante e inaplazablemente al Congreso y al Senado a cumplir puntual y fielmente –aunque en este caso no podrá ser ya ni puntual ni fiel, claro– su papel de designar a sus miembros. Cierto es que se está tramitando una modificación de la LOPJ para impedir que un CGPJ prorrogado realice tales nombramientos, pero también lo es que ello solo “solventa” una parte del problema, pues a su consecuencia, si la designación se sigue retrasando, se va a producir una paralización de la dotación de las vacantes que se vayan produciendo –notablemente en el Tribunal Supremo, que no tienen otra fórmula de  cobertura–, con el consiguiente perjuicio para la ciudadanía por el retraso en la resolución de asuntos pendientes.

Por otra parte, el actual proceso de designación de vocales del CGPJ está resultando tan esperpéntico que deja a la luz, aún más, todos los vicios acumulados en el pasado y de los que en su día ya advirtió el Tribunal Constitucional sin poder siquiera imaginar los extremos a los que se llegaría. Se incide ahora en que se trata de un proceso de “consenso”, lo que es una falacia, pues solamente se habría acordado, según las noticias de los medios de comunicación, el “reparto” numérico o de cuotas de los veinte vocales a designar entre los dos –o tres, ya no se sabe– grupos parlamentarios de los más relevantes, sin otros análisis. Bueno, y eso de los grupos parlamentarios es también un decir, claro, porque no se ha visto siquiera mínimamente su intervención, sino la de los líderes de dos partidos –o de un Gobierno y un partido de la oposición, que tampoco esto está claro–.

Es, en efecto, un fraude hablar de consenso, cuando se están escenificando vetos personales cruzados vergonzosos –para quienes los practican, no para quienes los sufren– atendiendo a criterios siempre lamentables y, en este caso, particularmente denunciables por lo que suponen de rechazo por razones ideológicas y, sobre todo, por el contenido del trabajo judicial realizado por estas personas.

Es otro fraude y, además, un manifiesto incumplimiento de la LOPJ, que se esté pactando –y tan siquiera hablando– de quién ostentará la Presidencia del CGPJ y, por tanto, del TS. Ya lo hicieron en 2008, cuando el presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, propuso que Carlos Dívar fuera quien lo presidiera y que el PP propusiera el vicepresidente. Siendo así que está legalmente previsto que la Presidencia la elige el recién designado CGPJ en su sesión constitutiva. Con ser grave esta osada desvergüenza de proponer nombres para la Presidencia, más grave fue, en mi opinión, que, en su día, en aquella ocasión de 2008, las veinte personas elegidas vocales, algunas buenas queridas amigas, nombraran, ¡oh, sorpresa!, cómo no, al señor Dívar como su presidente, coincidiendo con la propuesta del Gobierno, sin que ninguna de ellas hubiera tenido la mínima autonomía para, al menos, abstenerse de participar en semejante pantomima. ¿Qué esperar a partir de ese momento? ¿Con qué legitimidad y credibilidad de autonomía podrían actuar?

Y lo mismo se puede decir de cuando se mencionó al magistrado Marchena, o ahora, cuando se sugieren por Gobierno, PSOE y PP nombres varios para tal cargo. Y, lo siento, pero no recuerdo cómo se produjo el nombramiento del actual presidente, el señor Lesmes.

Y qué expresar acerca de que los nombres de juezas/ces que se barajan –y que se terminarán por designar, no lo duden– pertenezcan en su inmensa mayoría o en su totalidad –ya lo veremos– a alguna asociación judicial, cuando hay compañeras y compañeros que no pertenecen a ninguna de ellas y que han recabado un muy relevante número de avales y que, en experiencias anteriores, no han tenido reflejo alguno en la composición del CGPJ. ¿Por qué los partidos prefieren juezas y jueces pertenecientes a alguna asociación? Habría que reflexionar también seriamente sobre ello y lo que significa, las ataduras que ello comporta y sus graves efectos sobre todo el sistema.

¿Y qué cabe decir de un proceso iniciado en el año 2018, con la elección judicial interna para las candidaturas a vocal del CGPJ? Cuando ya han pasado casi tres años, con cambios trascendentales tanto en la composición de la propia carrera judicial como en la del Congreso y el Senado, siendo esta ya la tercera legislatura desde aquel momento. Y cuando el artículo 207 del Reglamento del Congreso de los Diputados prevé que “disuelto el Congreso de los Diputados o expirado su mandato, quedarán caducados todos los asuntos pendientes de examen y resolución por la Cámara, excepto aquellos de los que constitucionalmente tenga que conocer su Diputación Permanente”. ¿No era este un asunto pendiente y no tendría que haberse iniciado desde el punto de partida, esto es, desde la elección judicial interna de las candidaturas para así adecuarlas a la situación actual? Entiendo que sí, aunque ello no solucionaría los graves problemas antedichos, pero contribuiría, al menos, a actualizar tales candidaturas.

Todo este proceso y la experiencia anterior hace que se dude fundada y legítimamente de la autonomía del CGPJ, de su capacidad real y de su legitimación para cumplir sus funciones, de entre las que destaca la de garantizar la independencia judicial –y no crean, no es ningún sarcasmo–. Dudas que se generan tanto en el seno de la judicatura como, lo que es más grave aún, en el de la ciudadanía, con la consiguiente desconfianza de esta en la independencia del propio poder judicial.

¿Se puede contribuir más a la deslegitimación de la función judicial que lo que la política representativa y de partidos lo está haciendo en este caso? Entiendo que no. Y los grupos políticos representados en el Congreso y el Senado deben responder por ello.

Pero, sobre todo, ¿dónde quedan los gravísimos problemas de la justicia, de la necesaria respuesta cabal y adecuada al derecho humano –que lo es– a la tutela judicial efectiva y a un proceso sin dilaciones indebidas y dada por órganos realmente independientes? Que por y para ello, y no por otra razón, hablo de esto.

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