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La desviación presidencialista

Andrés Ortega

El español se ha convertido en un sistema presidencialista, cuando no lo era ni estaba diseñado para esto. Esta condición ha dificultado últimamente la elección de un presidente del Gobierno por el Parlamento y la gobernabilidad. Hay que volver a las esencias, lo que facilitará una solución que nos hubiera ahorrado a los ciudadanos unas segundas elecciones y evitaría la perspectiva del esperpento de unas terceras.

Es verdad que se trata de un presidente del Gobierno, y no de un primer ministro, y que la Constitución prevé que, una vez elegido, sólo podrá remplazarse por dimisión o por una moción de confianza constructiva (es decir, votando a otro presidente en su lugar), lo que se justificaba ante la incertidumbre de la Transición para evitar caer en inestabilidades constantes. También el presidente tiene la facultad –poder real- de nombrar y quitar ministros, y de disolver anticipadamente las Cortes.

Pero varios procesos han tendido a presidencializar el sistema. En primer lugar, un sistema electoral con listas y el funcionamiento de los partidos, que tiende a concentrar la atención no solo en la marca del partido, que todavía pesa, sino también en el candidato principal, a lo que contribuye la “realidad” mediática y el funcionamiento interno de los partidos, especialmente del PP y más aún si su presidente lo es también del Gobierno. Esto afecta ya también a los nuevos partidos. Los candidatos a presidente son en las elecciones una especie de conexión mística entre la ciudadanía y los partidos, o al menos, ellos así se consideran. En los principales partidos hay militantes y dirigentes frustrados por lo que ven como una política de sus líderes de hacer pasar sus intereses personales por delante de los de sus partidos, no digamos ya de los de España (y Europa).

En segundo lugar, ante la creciente complejidad de las decisiones a tomar, el papel del presidente se ve reforzado no solo como impulsor y decisor en última instancia, sino también como árbitro entre ministros o ministerios. En tercer lugar, el propio proceso de integración europea ha llevado a concentrar las decisiones en el Consejo Europeo, en detrimento de las reuniones de ministros o de la propia Comisión Europea además del Europarlamento, con lo que el peso ha recaído en los jefes de Estado y de Gobierno que han visto así también reforzado su papel nacionalmente.

Con la repetición de las elecciones, que han mejorado los resultados para el PP y los han empeorado para Izquierda Unida y Podemos que, en coalición se han dejado en torno a un millón de votos, se ha trastocado la perspectiva de lo ocurrido desde las de noviembre de 2011. El PP ha perdido tres millones de votos y 49 escaños (y la mayoría absoluta) en el Congreso; el PSOE, que en 2011 pareció que tocaba suelo, millón y medio de votos, y 25 escaños; y han aparecido Podemos (con aliados varios, aunque no ha logrado el sorpasso de los socialistas) y Ciudadanos. Y probablemente estén para quedarse. Este es un sistema parlamentario, y, con el bipartidismo quebrado (un 55%, frente a más de un 80% en sus mejores momentos) y la aritmética existente en el Congreso de los Diputados, cualquier gobierno –salvo una Gran Coalición- va a tener que negociar constantemente en el Parlamento, que, además, le va a controlar más, pese a la composición de la Mesa que se ha pactado. Salvo sorpresas, vamos a un “gobierno parlamentario” de constante negociación y pacto.

Mariano Rajoy está en su derecho a intentar una investidura, y tras el acuerdo para la Presidencia y la Mesa del Congreso con Ciudadanos y el apoyo de una decena de no tan misteriosos votos más (el voto secreto en el Parlamento es antidemocrático y debería prohibirse pues los representados tienen el derecho a saber qué votan sus representantes) tiene bastantes posibilidades de lograrlo. Pero si no lo consigue, hay otras posibilidades más allá de unas terceras elecciones. La primera, que ya se planteó tras las elecciones de diciembre, es que Rajoy dé un paso a un lado, y proponga otro candidato del PP, de una nueva generación, pues estamos ante un cambio generacional en España. Esto cambiaría la situación para Ciudadanos, que podría entrar en un Gobierno de coalición, o al menos una coalición parlamentaria, e incluso para el PSOE. No sería un engaño a sus votantes (entre los que Rajoy no goza de excesiva popularidad), como no lo es que Theresa May haya remplazado en el 10 de Downing Street a David Cameron tras el fiasco del referéndum sobre el Brexit. Es verdad que el sistema imperante en el PP podría retrasar la decisión hasta un Congreso, pero eso se puede acelerar. No parece posible una fórmula a la izquierda, que ha dado un penoso espectáculo en estos últimos meses, o desde el centro, intento que se frustró en la anterior y corta Legislatura. Pero desde un “Gobierno parlamentario” se pueden hacer muchas cosas para regenerar la política en este país en un tiempo relativamente corto.

En todo caso, el próximo presidente del Gobierno tendrá que ser, forzosamente, menos presidencialista.

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