Diccionario de sucedáneos

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Qué manía con decir que usemos sinónimos. Que no escribamos mesa tres veces seguidas porque hay otras palabras que significan lo mismo. Ah, ¿sí? ¿Cuáles? ¿Qué palabras hay que signifiquen exactamente lo mismo que mesa?

Y ahí que vas tú en busca de un sucedáneo, un sustituto, un doble, un suplente, incluso un impostor de la palabra mesa. Miras el diccionario de sinónimos y encuentras escritorio, consola, velador, bufete. Pero es que nada de eso es una mesa. El escritorio lleva de cabeza al pasado: ese mueble donde escribían con pluma y guardaban manuscritos en papel. En un escritorio no te comes unos espaguetis (o no deberías) y en una mesa, sí.

Una consola es un dispositivo para jugar a videojuegos. Así lo entendemos hoy, aunque el diccionario diga que también es una “mesa para estar arrimada a la pared”. No, hombre, no, la calle manda y la consola es para jugar. Y un velador... ¿has oído esa palabra alguna vez en tu vida? ¿Llamas así a la “mesita de un solo pie, redonda por lo común”? 

Los sinónimos son palabras que se parecen pero que no son lo mismo. Son un sucedáneo (la achicoria del café). O un sustituto (tu nueva pareja, que no te gusta ni la mitad que la anterior, pero es lo que hay). O un doble (el actor que reemplaza a Steven Seagal en las escenas donde hay peligro de matarse). O un suplente (el jugador del Barcelona Umtiti) ¡O un impostor! (llamar bufete a la mesita de noche donde se pone la férula dental tiene tanto de farsa como el pequeño Nicolás).

Pero hay algo peor que los sinónimos y los sucedáneos y los dobles y los suplentes y los impostores. Es... ¡el gato por liebre! Tú esperas una palabra y te sueltan ahí esa fórmula burocrática más fea que Belcebú: “la misma”. “Fui hasta la mesa y dejé el boli sobre la misma”. ¡Es leer eso y que se te quiten las ganas de vivir!

A la primera persona que escuché decir que apenas hay sinónimos fue al periodista Martín Caparrós. ¿Cómo? ¿Que cada palabra no tiene su clon? ¿Y qué hago yo ahora con todos los sermones que me han dado sobre los sinónimos en mis clases de lengua, de periodismo y de escritura creativa? 

Pues tirarlos a la basura. 

Dijo Caparrós que decir no tiene sinónimos. Cuando alguien dice una cosa, dice una cosa. No la afirma, ni la menciona, ni la sostiene; la dice. Fui a un diccionario de sinónimos y ¡qué razón tenía! Busqué decir y lo igualaban a declarar. Um… nop. Declarar es u na cosa más tensa. Hay que ponerse un poco más rígido y tener algo de público delante. Decir y declarar son palabras que ni siquiera pueden entrar a los mismos sitios. No puedes declarar algo, medio borracho, en la barra de un bar. Igual que en un toque de queda, la palabra decir no pinta nada. La única que tiene autoridad para declarar un toque de queda es la voz declarar

Decidí ir al fondo del asunto: “Voy a buscar los sinónimos de sinónimo”. Y otra vez encontré que unas palabras intentaban suplantar a otras. En aquel diccionario pretendían hacerme creer que podía reemplazar la palabra sinónimo por analógico (analógico es un término del mundo digital; es el mundo de antes, lo desconectado, la era antigua).

Caparrós hackeó mi sistema operativo lingüístico. Pero después descubrí que no era una teoría nueva. Antes la había dicho un Premio Nobel de Literatura: Gabriel García Márquez. Y un Nobel más: Camilo José Cela. “No se me oculta el daño que ha hecho al lenguaje la capciosa teoría de los sinónimos que, sin existir (en rigor) o sin existir apenas (en caritativa tolerancia) han sido admitidos como buenos y frecuentes”, escribió Cela en su Diccionario secreto. Y lo peor son las consecuencias de estos wannabe sinónimos: “El empobrecimiento del mismo lenguaje al que quisieron servir y, lo que es más paradójico, enriquecer”. 

Lo avisó el lexicógrafo Juan de Iriarte en el siglo XVIII: los sinónimos de verdad son raros de encontrar. Lo advirtió el filósofo Antonio de Capmany en la Filosofía de la elocuencia que publicó en 1777: “El discurso carecerá de precisión y energía siempre que el pensamiento se anegue entre aquella profusión de palabras análogas, que quitan la rapidez, y por consiguiente la fuerza a la expresión”. Los sinónimos son palabras hermanas, pero no gemelas. Una es la exacta, y las parecidas lo que hacen es marear la perdiz. “Solo una es la propia. Todas las demás (...) debilitan o confunden la buena expresión”. ¿Quién no ve la diferencia entre placer, gusto, deleite y delicia?, se preguntaba este diputado de las Cortes de Cádiz. ¿Quién no puede distinguir el auxilio de la ayuda?

Cela, que era tajante, dijo que la lexicografía es “una ciencia de por sí traidora y cambiante” y por eso se atrevía a hacer sinónimos al verano y el estío, al perro y el can, al pelo y el cabello, y al burro y el asno. Pero de eso nada: “Debajo del aparente igual significado late un matiz diferencial que escapa, por ahora, de la ciencia”. 

Entonces me dio por pensar: ¿no tendría más sentido un diccionario de sucedáneos?