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Vosotros que empezáis, abandonad toda esperanza

Imagen de recurso de un grupo de jóvenes por una calle de Madrid.

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Los datos del último “barómetro” del CIS ponen de relieve ciertos sesgos en la percepción de los más jóvenes (de edades comprendidas entre 18 y 34 años) con relación a los problemas que tiene el país y a su percepción personal sobre los mismos. Más allá de la especial significación que tiene para ellos y ellas lo que consideran falta de apoyo y de oportunidades a los más jóvenes, destacaría el énfasis que ponen en los problemas de índole económica y de acceso a la vivienda (notablemente por encima de otras franjas de edad). En las preguntas más específicas sobre la situación económica del país y la suya personal, son también esos colectivos los que concentran los mayores porcentajes de respuestas en el calificativo de “mala” o “muy mala”. Y, en cambio, a la pregunta concreta sobre su grado de preocupación con relación al cambio climático, son esas franjas de edad las que concentran los porcentajes mayores en las respuestas “poco” o “nada”. A mayor edad la percepción sobre la situación económica del país, y, sobre todo, la propia personal, es menos negativa, y en cambio aumenta la preocupación sobre el cambio climático. Unos recuerdan bien como era la España de los 60 y 70 y valoran lo ganado, los otros han nacido ya en la emergencia climática y solo han visto como se desvanecían promesas de que todo mejoraría. 

Como sabemos bien, la percepción social sobre lo que acontece no siempre se compadece con los datos que nos sirven para determinar, de manera pretendidamente objetiva y comparada, la situación económica de cada país. A pesar de los errores con que se han ido calculando los porcentajes de crecimiento del PIB, todo apunta a que España está en un puesto destacado en Europa, mientras que, asimismo, el nivel de ocupación está asimismo en su nivel máximo, a pesar de que sigue perviviendo un porcentaje de paro significativo. 

La combinación de ambos elementos nos indica varias cosas. Del PIB, directamente, nadie come ni alquila un piso a un precio razonable. Los jóvenes son los más afectados por la pérdida de calidad en los empleos y a los que más les afecta la combinación de falta de vivienda accesible de alquiler, los efectos del aumento del turismo y de los alquileres de temporada y los impactos de la longevidad que reducen la disponibilidad circular de vivienda. La idea de futuro, de perspectiva de mejora, de esperanza en ir incrementando su nivel de vida, ha quedado muy en entredicho. Y ahí, si miramos nuevamente las encuestas, la búsqueda de culpables se dirige, por un lado, hacia el orden político (crisis de las promesas de la democracia), por otra parte, a los recién llegados y todo ello culmina en una sensación de callejón sin salida. Un escenario que las plataformas de intercambio y de comunicación no dejan de alimentar con sus algoritmos que propician cámaras de eco y caricaturas crecientemente polarizadas.

Todo apunta a que no es que los jóvenes sean más pesimistas y los que más han vivido sean más optimistas, sino que el problema es la falta de expectativas de aquellos a los que les queda más vida por delante. La pérdida de la esperanza. Lo que caracteriza a la esperanza no es la falta de miedo o el exceso de valentía, sino que la esperanza da sentido a lo que haces (sea estudiar, empezar a trabajar en empleos mal pagados y precarios, imaginar irte a vivir fuera de casa de tus padres…). Y esa falta de esperanza no es un problema de opinión, sino de criterio. De convicción. No sabemos si lo que hacemos tiene sentido, si nos va a servir para ir donde queremos ir. Y en ese escenario el problema no es que uno sea más optimista que otro, o que se discuta si tal porcentaje de paro o de crecimiento es más o menos relevante, sino al final lo significativo es que uno crea que mejorar es posible. Ahí es donde probablemente falla el sistema y el conjunto de instituciones y entidades que lo representan. No se percibe un horizonte de esperanza para quienes carecen del patrimonio, relaciones y de los recursos necesarios para que esa esperanza esté, por así decirlo, garantizada.

Ahí está el problema. Ya no nos funciona lo que durante muchos años sí valía. “Si te esfuerzas, llegarás”. “Trabaja intensamente y acabarás pudiendo tener vida propia”. No les preocupa en exceso el cambio climático ya que no han oído otra cosa desde que nacieron. La desigualdad persistente (España ocupa la posición 20 de los 27 países de la Unión Europea en el índice de desigualdad medido por el coeficiente Gini) es también algo que forma parte del paisaje. Tampoco pueden ser muy condescendientes con los problemas de la democracia si no han vivido otra cosa que esa democracia imperfecta. Al final, lo que queda es imaginar que alguien venga y lo arregle. Y hay por ahí muchos vendedores de humo y de imaginarios caducos y obsoletos, pero que son capaces de prometer lo que no tienen.

Necesitamos cambiar la perspectiva y reconstruir un proyecto de esperanza. Para ello hace falta salir de esa especie de realismo plomizo que no para de advertirnos de que no hay alternativa a lo que ahora padecemos, que nadie es capaz de pensar a largo plazo o que “déjate de monsergas y cada uno a lo suyo”. Decía Terry Eagleton en su libro “Esperanza sin optimismo”, que esperar significa proyectarnos nosotros mismos con la imaginación en un futuro que consideramos posible y, por tanto, en un oscuro sentido ya lo estamos haciendo presente. Si no revertimos con medidas y proyectos concretos en temas clave (vivienda, calidad del empleo, ayudas para que puedan empezar los que no cuentan con patrimonio…) la falta de perspectiva y de horizontes de esperanza colectivos, no nos quedará más remedio que aceptar que lo que estamos viviendo es un lento declinar democrático. 

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