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Empresarios

Foto de familia de la cumbre inaugural de CEOE 'Empresas españolas.

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Hace algo más de 35 años, cuando llegué a España, comencé a anotar en una libreta todo cuanto me despertaba curiosidad en mi nuevo país, quizá con la pretensión de escribir más adelante una variante de los Problemas y secretos maravillosos de Indias, esa joya que en el siglo XVI escribió el médico sevillano Juan de Cárdenas sobre las cosas que le sorprendieron al establecerse en el Nuevo Mundo. Se preguntaba el jovencísimo galeno, por ejemplo, por qué los indígenas eran melenudos y lampiños, mientras que los españoles eran calvos y barbudos. Recuerdo que, en medio del torbellino de experiencias, me llamó poderosamente la atención la hostilidad que percibía en el ambiente hacia los empresarios. Había una especie de caricatura de estos: explotadores, peseteros, codiciosos, insensibles, sin el menor escrúpulo para dejar en la calle a sus trabajadores si con ello abultaban sus bolsillos. No se distinguía entre grandes, medianos o pequeños empresarios, ni mucho menos había un esfuerzo por establecer diferencias entre empresarios correctos y deshonestos. Todos eran lo mismo: seres torvos que medraban a costa del sudor y la alienación de los empleados. La inquina aumentaba cuanto más exitoso y próspero era el patrón y se exacerbaba si este hacía ostentación de su fortuna. 

Esa era la opinión no solo de los amigos que iba conociendo en las noches frenéticas de la posmovida madrileña. También la del camarero del bar, la de la dependienta de la tienda de zapatos o la del oficinista del banco: todos criticaban con acritud, o en el mejor de los casos refunfuñaban en voz baja, contra los empresarios. No solo contra el que los contrataba, sino contra todos. Probablemente el rencor de algunos estaba motivado por su propia experiencia laboral, y en muchos casos estaría justificado. Por otra parte, los empresarios defendían con uñas y dientes sus intereses en las negociaciones colectivas, lo que, por supuesto, no transmitía la mejor de las imágenes. Sin embargo, tenía la impresión de estar ante unas actitudes que excedían el ámbito individual y pensé que tal vez existían razones más profundas que explicaran semejante hostilidad. Comencé entonces a escuchar hipótesis de todo tipo: sociológicas, históricas, ideológicas, políticas, morales, culturales, incluso religiosas, unas con argumentos más sólidos que otras. En las conversaciones desfilaban, con diferentes intenciones, los nombres de Marx, Jesús, Franco. Incluso el del gladiador Espartaco, aquel Kirk Douglas tracio del siglo I a. de C. que promovió la famosa sublevación de esclavos contra Roma. Lo curioso es que, más de tres décadas después, observo que esa antipatía hacia los empresarios sigue en cierto modo viva y la ha heredado una nueva generación, aunque probablemente con motivos distintos a los de sus antecesores, porque el escenario es otro.

He de confesar que Marx logró inculcar en mí, hasta el día de hoy, cierta aprensión hacia la figura de la plusvalía. También admito el impacto que me causó la Ópera de los tres centavos, de Brecht, sobre todo cuando Mackie Navaja, condenado al patíbulo por sus fechorías, suelta como un puñetazo ante el público aquella pregunta brutal y de escalofriante incorrección política: “¿Qué es el asesinato de un hombre frente al contrato de un hombre?”. Sin embargo, por contradictorio que parezca, e incluso que sea, nunca he experimentado animadversión hacia los empresarios. Por el contrario, tengo una tendencia natural a valorar favorablemente a los que llamo empresarios de verdad, aquellos que ponen en marcha proyectos, que crean productos constatables, que corren riesgos, que compiten en el mercado selvático de la oferta y la demanda, que crean empleo y que no programan sus negocios con el cálculo de que el Estado los rescatará si les vienen mal dadas. Esos empresarios que meten un trozo de madera en una máquina y por el otro agujero sale un columpio. Esa primera valoración instintiva se torna admiración si los bienes que producen o comercializan son realmente útiles para la sociedad, si pagan a cabalidad sus impuestos, si la empresa se rige por principios éticos (sí: ya sé que este concepto es discutible) o si sus trabajadores se consideran bien remunerados y tratados. Menos entusiasmo me despiertan los empresarios chiringuiteros, que abundan en nuestra geografía, aunque habrá que reconocer que montar un negociete de quita y pon también exige un esfuerzo que no todos los seres humanos estamos dispuestos a hacer. Luego están los gúrteles y pillos de distinto pelaje, desde el facineroso de alto turmequé hasta el pícaro tabernario, a los que remito sin exordios al Código Penal.

Existen razones de sobra para criticar el capitalismo, que, en últimas, no es más que un vulgar sistema piramidal tipo Ponzi, como cualquiera de esos que saltan de tanto en tanto a las noticias y dejan una estela de estafados. La diferencia es que el capitalismo tiene mecanismos de control y corrección, que, como ocurre en casi todos los aspectos de la vida misma, suelen fallar cuando más se necesitan. En todo caso, es el sistema que hay, y no parece que en el horizonte próximo vaya a ser reemplazado por otro, lo que no significa que no vaya a ser sometido a grandes y traumáticas transformaciones, como de hecho las está experimentando hoy. En este sistema, no en el vacío ni en territorios utópicos, se desenvuelven los empresarios con los que debemos lidiar.

Tras más de tres décadas en España, enterrado en el olvido mi proyecto de narrar los secretos maravillosos de Hispania, descubro de pronto que aún hay cosas que me sorprenden en mi tierra de acogida. Una de ellas tiene que ver justamente con aquello que me llamó la atención al llegar al país. Busco en mis cajones la vieja libreta de anotaciones, y actualizo: “Además de que esa extraña sopa fría llamada gazpacho, que menciono en el primer capítulo, ya se puede tomar todo el año, he visto que una ministra de la izquierda más belicosa ha propiciado un clima inusual de entendimiento entre los sindicatos y los odiados empresarios, mientras que la derecha, aliada antigua de los patronos, se ha echado al monte contra estos por ciertas querellas que solo pueden entender quienes moran en estas complicadas tierras”. 

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