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Encierro de un rapero

El rapero Pablo Hasel, el 1 de febrero de 2021, en Lleida.

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Si nada lo remedia, el rapero Pablo Hasel ingresará en las próximas horas en prisión para cumplir una pena de nueve meses por enaltecimiento del terrorismo e injurias contra la Corona, en virtud de una legislación regresiva aprobada hace 21 años por la mayoría parlamentaria del PP. La Audiencia Nacional condenó al cantante por la publicación de 64 mensajes en Twitter y una canción en Youtube, en los que, entre otras cosas, exaltaba al grupo terrorista Grapo y atribuía al rey emérito diversos delitos, con comentarios como “los amigos del reino español bombardeando hospitales, mientras Juan Carlos se va de putas con ellos”. 

Me abstendré de emitir una valoración personal sobre este tipo de mensajes para no desviar la discusión al terreno de las opiniones subjetivas. Lo que aquí realmente importa, lo que está en juego, es el derecho a la libertad de expresión, considerada por los constitucionalistas más prestigiosos como uno de los pilares fundamentales de la democracia. En un riguroso y muy recomendable estudio sobre la figura jurídica de enaltecimiento del terrorismo, Rights International Spain recuerda que el propio Tribunal Constitucional español dictaminó en su día que la libertad de expresión tiene una “naturaleza preeminente”, debido a que dicha libertad es necesaria “para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático”. El alto tribunal –del que se pueden decir muchas cosas, menos que esté controlado por la Internacional comunista- recalcaba en su escrito algo de suma trascendencia para el momento viscoso que vivimos: que la libertad de expresión se aplica no solo a “ideas que son recibidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también a aquellas que se oponen, perturban o chocan con el Estado o cualquier parte de su población”.

La legislación internacional contempla, dentro de la lucha contra el terrorismo o cualquier otra manifestación de violencia, situaciones en que el derecho a la libre expresión puede limitarse. Pero exige en tales casos que se cumplan dos requisitos indispensables: que existan ánimo de incitación a la violencia y un peligro objetivo de que la expresión cause hechos violentos. En un fallo reciente, la Corte Europea de Derechos Humanos precisó aun más este último concepto con el fin de reducir al máximo posibles arbitrariedades en la aplicación la ley y señaló que dicho peligro debe ser “claro e inminente”. La Unión Europea recogió esta doctrina en su Directiva 541 de 2017 sobre lucha antiterrorista; sin embargo, al trasponer la directiva a su legislación, España hizo la vista gorda y mantuvo la ambigua redacción del delito de enaltecimiento del terrorismo, pese a las advertencias de la oficina de derechos humanos de la ONU, de las instituciones europeas y de las más influyentes ONG. Ello ha permitido, por ejemplo, que una usuaria de Twitter, Cassandra, fuera condenada en 2017 a un año de prisión por hacer bromas sobre el atentado de ETA contra Carrero Blanco: a diferencia de lo que haría la justicia en países de nuestro entorno, el Tribunal Supremo le impuso la pena sin entrar en consideraciones de si había una intención de incitar a la violencia o si su mensaje creaba condiciones para actos violentos. Y ello ha permitido que el rapero Hasel esté ahora ad portas de la cárcel.

Yo no creo, sinceramente, que las manifestaciones de Cassandra o de Hasel entrañen más peligro para la convivencia democrática que las de Vox cuando criminaliza a los inmigrantes magrebíes manipulando estadísticas de delincuencia. No me cabe la menor duda de que el discurso incendiario de Abascal, un dirigente político con cientos de miles de seguidores en redes, tiene más capacidad real de provocar actos de agresión que un tuit de Cassandra o una canción de Hasel, pero incluso en el caso del líder ultra debe prevalecer su derecho a la libre expresión, salvo que la justicia estableciera de modo inequívoco que sus mensajes han provocado actos violentos.

En enero pasado, cuando se hablaba de promover un impeachment contra Donald Trump a raíz de la toma del Capitolio de EEUU por una turba de fanáticos, la presidenta del PEN América, Suzane Nossel, expresó en una columna en The New York Times su preocupación de que el comprensible afán por censurar al mandatario desembocara en una redefinición regresiva de la Primera Enmienda, que consagra el derecho a la libre expresión. En EEUU, al igual que en varios países europeos, ese derecho no puede ser restringido salvo que se demuestre un ánimo de incitación y su conexión objetiva con un hecho de violencia. La inquietud de Nossel era que la pretensión de culpar a Trump de incitación, sin que esta fuera rigurosamente probada, pudiese abrir la puerta a una aplicación más flexible del término y ampliar en el futuro los márgenes de la justicia para limitar la libertad de expresión. 

En España ni siquiera estamos en ese debate. Aquí estamos aún en el escenario paleolítico de que el derecho a la libre expresión puede restringirse sin mayores consideraciones, gracias a una legislación preocupantemente vaga para los estándares de una democracia avanzada. Resulta llamativo este dato que recoge el estudio de Rights International Spain: de los 32 casos de enaltecimiento del terrorismo y humillación a las víctimas juzgados entre 2015 y marzo de 2019, en solo tres han intervenido víctimas como acusación. El resto ha sido liderado por la Fiscalía, lo que evidencia un interés especial desde los resortes del Estado por controlar el ejercicio de la libertad de expresión.

Con respecto a las injurias contra la Corona, está abierto el debate sobre la conveniencia o no de mantener su consideración de delito. Modestamente opino que, en el peor de los escenarios, no debería pasar de falta. Y de ninguna manera ser sancionable con prisión. Por lo demás, resulta cuando menos irónico que un rapero vaya a la cárcel por insultar a un exmonarca envuelto en un grave escándalo de corrupción que incluye cuentas en paraísos fiscales y defraudaciones al fisco. Y que goza de plena y lujosa libertad en Emiratos Árabes. 

En el seno del Gobierno se ha desatado en las últimas horas un nuevo foco de fricción en torno a los alcances que vaya a tener la anunciada reforma del Código Penal para garantizar el derecho a la libertad de expresión de la mejor manera posible. Unidas Podemos plantea despenalizar no solo el enaltecimiento del terrorismo, como también plantea el PSOE, sino las injurias a la bandera, al himno y a la Corona. No sabemos cuál será el desenlace del pulso. Lo único que podemos decir es que habla mal de una democracia que alguien vaya a la cárcel por expresar una opinión, por disparatada o repugnante que parezca a muchos. Es lo que ocurrirá en cuestión de horas con Pablo Hasel, como corolario de una absurda crónica de un encierro anunciado.

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