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Aquellos fríos días en Burgos

Mario Onaindia (EE), junto a Ramón Jauregui (PSE)

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El mes de diciembre de 1970 fue un mes especialmente frío en Burgos, parecía no haber rastro del calentamiento global. Las calles de la capital burgalesa se enfrentaban a diario a temperaturas bajo cero. En esas calles heladas, pasos apresurados llevaban a militares y abogados hacia la austera edificación del Gobierno Militar de la ciudad. Allí, del 3 al 9 de diciembre, hace ahora 50 años, se celebró el conocido como Juicio de Burgos contra 16 miembros de ETA. 

Burgos era la ciudad desde la que Francisco Franco había  anunciado la victoria final del levantamiento contra la República por parte de los militares golpistas: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”, decía un exultante Franco el 1 de abril de 1939. 31 años después, la misma ciudad era elegida para dar ejemplo de severidad a los que se movieran contra la dictadura que había superado ya tres decenios en el poder.

El capitán Antonio Troncoso de Castro, que ejercía de vocal ponente, tenía decidido que a aquellos jóvenes vascos había que darles una lección definitiva, porque esa lección iba a servir también para otros vascos y para las fuerzas de izquierda que trataban de poner piedras en el camino de un franquismo que se enfrentaba a la enfermedad y a la vejez del dictador. Les acusaban de varios atentados y del asesinato del famoso inspector de policía, y conocido torturador franquista, Melitón Manzanas. De este asesinato, en concreto, estaba acusado Xabier Izko de la Iglesia, quien siempre lo negó.

La decisión del tribunal militar fue clara: nueve penas de muerte para seis de los acusados, dos de esas penas dobles, es decir, tenían que ser fusilados, resucitar, y volver a ser fusilados. Cosas de aquel régimen. 

El resto de acusados se repartieron los 519 años de prisión. La firmeza del capitán Troncoso, un fiel funcionario militar del régimen de Franco, “yo era un mandado podría decir años después” como tantos otros funcionarios franquistas difuminado su pasado en la Transición, tenía el apoyo del tribunal militar que juzgaba a aquellos jóvenes, entre los que se encontraba Mario Onaindía, a la sazón miembro de ETA y, años después, senador por el PSOE.

La jornada más dura y, a la vez, la que resultó decisiva fue la del 9 de diciembre, cuando el propio Mario Onaindía, en una actitud pactada con los demás juzgados, se levantó de su asiento y se dirigió hacia la mesa del tribunal exclamando en voz alta: 

-“Yo me considero prisionero de guerra y me acojo al Convenio de Ginebra...”

-“¡Cállese!”, le espetó con autoridad el presidente del tribunal militar, el coronel Manuel Ordovás.

-“...lo que ocurre, continuó Onaindía, es que no quiero hacer uso del derecho a no contestar más que nombre y apellido,...” 

-“¡Que se calle le he ordenado!”, gritó el presidente.

-“...porque quiero aprovechar esta ocasión para exponer la lucha del pueblo vasco y la opresión que sufre. ¡Gora Euskadi Askatuta!”

El resto de los acusados comenzaron también a dar vivas y entre los gritos y órdenes perentorias de los militares, se armó un guirigay que quedó registrado en una cinta magnetofónica introducida subrepticiamente, y cuya grabación circuló después con profusión en los círculos antifranquistas. 

Onaindía se había acercado tanto a la mesa donde estaban los militares que los juzgaban, situada en un plano superior a la sala y separada por unas escalinatas, que al ponente Troncoso se le puso la cara más lívida de lo habitual. Troncoso extrajo su espada de la vaina y la situó en posición de ataque frente a Onaindía. En aquel momento de tensión los policías presentes ya habían sacado sus armas. Y a punto estuvo de armarse la marimorena.

El caso es que Mario Onaindía y el resto de juzgados en aquel juicio sabían que en la sala había algún periodista extranjero, además de los nacionales que estaban sujetos a la censura franquista. La presencia de esos periodistas extranjeros ofrecía la posibilidad de utilizar el juicio como caja de resonancia para las reivindicaciones antifranquistas y el régimen cayó en la trampa como un mirlo. El juicio supuso un antes y un después para la dictadura. 

La prensa europea y la norteamericana se hicieron eco del juicio. El franquismo, que dormitaba en su placidez interior, se vio expuesto a la luz pública mundial por un error de cálculo. Los militares habían ganado la partida a los tecnócratas del Opus Dei en el gobierno de Franco, y habían pedido mano dura con aquellos jóvenes de una organización que en esos momentos representaba un peligro para la dictadura. Era la ETA de los primeros tiempos, previa a la Transición, nada que ver con lo que luego devino, y contaba con la simpatía de la oposición antifranquista.

Las penas de muerte tuvieron que ser conmutadas. Franco y los militares estaban dispuestos a seguir adelante con ellas. De hecho, el propio Franco firmó años después, en 1975, cinco penas de muerte contra dos militantes de ETA y otros tres del FRAP, que fueron ejecutados por fusilamiento. Pero en diciembre de 1970 se produjeron varios hechos que hicieron tambalearse al régimen, entre otros las masivas manifestaciones en diferentes ciudades españolas, el estado de excepción implantado en el País Vasco, manifestaciones en capitales europeas, la solicitud de clemencia de diferentes gobiernos europeos, incluido el Vaticano, y el secuestro del cónsul alemán Eugene Bëihl en San Sebastián. 

Bëihl fue secuestrado el 1 de diciembre, dos días antes del previsto para el comienzo del juicio, y fue liberado el 25 de diciembre, tres días antes de que se hiciera pública la sentencia. Bëihl fue entregado al periodista alemán Albert Gaum  quien le llevó en coche, cruzando Francia, hasta Wiesbaden. Su entrevista en la televisión alemana y la propia liberación fue un golpe de marketing que descolocó al franquismo. La presión a favor de la conmutación de las penas de muerte hizo que el dictador tuviera que acceder a ello. 

Olvidado todo aquello, en el año 2015 encontramos a Antonio Troncoso de Castro, el antiguo capitán ponente en el Juicio de Burgos, como presidente de la Fundación Luis de Trelles. Luis de Trelles fue un abogado gallego fundador de la Adoración Nocturna Española. Troncoso, empeñado en la canonización de este hombre, resaltaba que tenía “una fe profunda, con un gran espíritu caritativo que se transformó en importantes obras”. En la página web de la Adoración, una frase lapidaria: “Avergonzados de nuestras obras, fruto del olvido o rechazo culpable de tus enseñanzas, te pedimos perdón y ayuda”.

La Adoración Nocturna Española tuvo un gran impulso durante el franquismo. Troncoso, como la mayoría de los franquistas, participaba de esa indestructible fe de la organización: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman”.

Pero en 1970, al funcionario Troncoso, y al resto de funcionarios franquistas miembros del tribunal militar del Juicio de Burgos, y quizá también participantes de la Adoración, no les tembló el pulso para dictar nueve condenas de muerte por fusilamiento bajo un régimen totalitario. Eran plenamente conscientes de que enviaban a aquellos jóvenes a una muerte segura, porque no se les pasaba por las mentes que fuera, finalmente, conmutada.

La filósofa Hannah Arendt, estudiosa del totalitarismo, expuso el concepto de la banalidad del mal y explicó que funcionarios alemanes afectos al nazismo en Alemania no eran “pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”.

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