No para la fuga de empresas… y de inversores
En una actitud irracional, posiblemente alentada desde el poder político, los grandes medios de comunicación han presentado el traslado de sede de empresas catalanas a otras regiones españolas, sobre todo a Madrid, como una especie de éxito de la campaña anti-independentista. Por su parte, los dirigentes soberanistas han venido negando la importancia de este fenómeno y, como mucho, lo han considerado temporal pronosticando que esas empresas volverán pronto a Catalunya. Es un ejemplo más de la insensatez que domina el debate sobre la cuestión catalana, en el que buena parte de lo que se dice o es infundado o sencillamente falso. Lo malo es que el asunto es gravísimo y sus consecuencias pueden terminar afectándonos a todos.
La fuga de empresas -que los independentistas habían negado tajantemente que se produciría hicieran lo que ellos hicieran- empezó tras el 1 de octubre y, sobre todo, tras la posterior declaración de independencia, que si poco valía en términos jurídicos sí que fue entendida universalmente como un claro gesto de ruptura de Catalunya con España. Los dos mayores bancos catalanes, La Caixa y el Sabadell -el segundo y el quinto de España-, fueron los primeros en anunciar el traslado de su sede. Porque, dijeron, temían la inseguridad jurídica que para ellos provocaría la independencia y, aunque esto lo añadieron los expertos, porque creían que la financiación que reciben las entidades del BCE tendría que interrumpirse si Catalunya se convertía en un estado independiente.
Habida cuenta que ninguno de esos riesgos había llegado a concretarse en el momento de decidir el traslado de sede, habría que concluir que tal decisión fue preventiva. Pero no pocos sospecharon que intencionalidades políticas la habían reforzado: La Caixa y el Sabadell no podían no comprender el daño que con su gesto hacían al independentismo, que en ese momento controlaba el gobierno. El hecho de que pocos días después el Consejo de Ministros español aprobara un decreto en virtud del cual las empresas podían trasladar su sede con el mero acuerdo de su dirección, sin necesidad de convocar el consejo de administración, confirmaba que el gobierno de Rajoy veía que la fuga de empresas le favorecía en su batalla sin concesiones con Puigdemont y los suyos.
O sea que hubo algún manejo político en la gestación del asunto. Sin embargo, éste ha adquirido unas dimensiones que dejan en un lugar muy secundario esas eventuales maquinaciones y ponen en primer plano la gravedad del fenómeno, que sigue en activo, aunque en dimensiones bastante menores que en su primera fase. Porque en estos últimos dos meses nada menos que 3.000 empresas han abandonado su sede catalana. Entre ellas están 6 de las 7 sociedades que forman parte del IBEX y la facturación de las 62 mayores supone nada menos que el 5 % del PIB catalán.
Además de cifras tan contundentes, hay otros elementos no menos inquietantes. El primero es que esas empresas no van a volver ni en el corto ni en el medio plazo. Porque la inestabilidad de la situación política catalana va a seguir durante un buen tiempo -lo más previsible es que las elecciones del 21 de diciembre no la disipen para nada- y mientras eso ocurra ninguna de esas empresas va a volver. Y particularmente las mayores, cuya postura seguramente influye mucho en las demás.
Y, segundo, que es altamente probable que tras el traslado de sede venga el cambio de domicilio fiscal y también el desplazamiento de las direcciones y equipos técnicos de esas sociedades. Al menos en unos cuantos casos. Más difícil es pronosticar -aunque los forofos de la fuga lo hacen sin recato- que también los operativos productivos terminen por abandonar Catalunya. Lo que sí es bastante seguro es que las compañías que se han fugado van a invertir muy poco en su antigua sede.
Nadie se atreve a cuantificar el efecto económico del fenómeno. Hace aún falta tiempo para conocer los datos que permitan evaluarlo. Pero lo que está claro es que el impacto que el hecho tiene en las percepciones y opiniones de los inversores potenciales, en Catalunya y en España, es tremendo. Y gravísimo.
Hasta el estallido de la crisis, Catalunya era la joya de la geografía económica española a los ojos de los inversores extranjeros. Hoy se ha convertido si no en un paria -porque lo que se logró mucho y sigue ahí - sí en un sitio al que por ahora no conviene mirar como una opción. Hay otras muchas.
Algún fanático anti-catalanista se alegrará por ello. Basta ver el regodeo con que siguen hablando de la fuga no pocos tertulianos de derechas. Pero lo cierto es que el resto de España también va a sufrir los efectos de esa mala imagen de Catalunya. Seguramente los está sufriendo ya. Primero, porque esa región es uno de los motores de la economía española y si se ralentiza, también el resto terminará haciéndolo. Segundo, porque cualquier analista extranjero concluye necesariamente que la crisis catalana no puede tener como único protagonista al independentismo, sino que el gobierno de Madrid también ha de tener algo de culpa.
Y, aún peor, que el que la crisis continúe quiere decir que ese gobierno no tiene instrumentos para hacerle frente o no sabe como hacerlo. Y eso no da precisamente seguridad a un inversor extranjero potencial. Los comentarios de la prensa extranjera de los últimos dos o tres meses no hacen sino confirmar esas impresiones y en no pocas ocasiones de manera muy contundente: tal y como dijo el gran banco JP Morgan el mismo 1 de octubre, España ha dejado de ser un país en el que conviene arriesgar el dinero.
Lo de menos es que la crisis catalana haya obligado a reducir en alguna décima las previsiones de crecimiento del PIB. Porque lo que podría pasar es que si las cosas siguen como están, y todo indica que así será, dentro de unos cuantos meses es que esas previsiones se vayan acercando cada vez más al cero. No pocos expertos temen que eso pueda ocurrir en uno o dos años.
Las perspectivas para el turismo, el español, no sólo el catalán, también son inquietantes. El prestigioso Reputation Institute acaba de publicar un estudio que concluye que 6 de cada 10 europeos creen que la crisis catalana ha perjudicado a la imagen de España en el extranjero y que eso provocará un descenso del 15,3 % del número de visitantes extranjeros en 2018. Y la consultora alemana GFK asegura que 1 de cada 2 alemanes no ve a España como a un país seguro. Por los atentados de Barcelona y Cambrils. Pero también por la crisis.
En definitiva, que buena parte del mal ya está hecho. Y no sólo es muy difícil revertirlo, sino que sus consecuencias negativas van a seguir durante mucho tiempo. Y puede que crezcan. Por el inevitable efecto de expansión y de contagio que estas cosas producen en el mundo económico y del consumo. Pero nuestros políticos no hablan de eso.