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Generación abandonada

Un camarero ataviado con un gorro navideño sirve una mesa a turistas que toman el sol en una céntrica terraza en Valencia

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La soledad es un instante o una eternidad, una metáfora o un argumento inapelable para el desconsuelo. A veces, la soledad es misericordia, o dar rienda suelta a una intimidad en la que encontrarse, o examinarse o pedirse explicaciones. Yo mismo, por ejemplo, convivo con la contradicción de ser un tipo solitario que, en realidad, expuesto a la verdad tras las cosas, no soporta sentirse solo. De pequeño envidiaba a algunos de mis amigos del colegio, que se iban y volvían solos por las mañanas; a los que no acompañaba su madre, su abuela o su abuelo, como sí lo hacían conmigo. Quería ser como ellos, sin darme cuenta de la suerte que tenía de verles esperándome a la salida de los entrenamientos de tenis o de fútbol o a mediodía en la puerta del cole. Ese fue mi primer contacto con la soledad: un anhelo de libertad, un deseo ciego de sentirme independiente.

Los siguientes iban de la mano de la adolescencia, de esa nueva forma de entender la intimidad cuando uno descubre la masturbación y el sexo y también fumar paquetes enteros de Ducados a escondidas y rebelarse contra lo que no deberías estar haciendo. De mayor empiezas a invertir ese comportamiento; yo al menos, trato de actuar como si mi yaya Manolita me mirase a través de un agujero, excepto cuando, de nuevo y años más tarde, vuelvo a echar el pestillo de mi habitación. Cuando te está cambiando la voz y te sale pelo en el pecho, la soledad es entenderse.

A lo largo de mi veintena, una década casi acabada por más que mi vértigo al tiempo trate de congelarlo, he descubierto muchas nuevas formas de soledad. Me he sentido solo por sentirme incomprendido. También he llegado a sentir la soledad allí a donde iba cuando no había encontrado mi lugar en el mundo. Me he sentido solo después de encontrarlo y descubrir que es un sitio minúsculo y sin tránsito, iluminado por una farola parpadeante y debajo de una autovía. La soledad y las formas de matarse tienen en común que cada uno elige la suya o le toca una de oficio.

Por mi fetiche con el voyeurismo sociológico, he percibido soledad a veces donde no la había y a veces donde era insospechada. He visto a una chica joven llorar en silencio en el autobús y escuchar el resueno de su desconsuelo entre un centenar de pasajeros, a un anciano sacar conversación de debajo de las piedras para retener al vecino dos minutos más y a mi abuelo Juan paseando por la calle con el eco de mi abuela junto a él, cuando ella ya no estaba. La he visto apagar miradas llenas de vida y sanar a las mentes más dañadas. Panacea y perdición.

La soledad es incertidumbre, o rendirse ante el infinito, o una forma de protegerse o de proteger a los demás, pero también es un destino. Mi madre trabajó en una residencia de ancianos y los veía marchitarse y morir solos sin que nadie los reclame ni pregunte por ellos; veía a otros refugiarse de sus familias o encontrar una nueva entre el personal y los residentes. Hay lugares en los que la soledad es una enfermedad; hay lugares que son como un sanatorio de tuberculosos para gente sola y mayor; un cementerio para vivos, pero con menos flores.

La mía es una generación más abocada al desamparo que a la soledad. Somos autónomos, o falsos autónomos, o becarios, o precarios, o aprendices o estudiantes o los que hacemos sustituciones, guardias y festivos; somos esa generación que está de paso en todos lados y no pertenece a ningún sitio. Es muy difícil no sentirse solo cuando la perplejidad de la vida nubla la vista y aturde los sentidos, cuando las emociones se convierten en una barrera lingüística. Mi generación es la que quiere –necesita– tener responsabilidad afectiva y dedicarle a nuestra pareja el tiempo que no vimos compartir a nuestros padres, pero como seguimos siendo pobres y necesitamos pagar el alquiler, solo podemos dedicar al amor de nuestra vida el tiempo equivalente a un fin de semana. Damos todo lo que tenemos, aunque tengamos muy poco. El ritmo frenético del sistema nos hace sentir solos en el maratón de la vida, compitiendo todo el tiempo con los demás. Es una pena que el atletismo no sea un deporte de equipo.

La peor soledad es el amor unilateral, el deseo no correspondido de compañía, es el eco que resuena en las paredes de tu cráneo al escuchar que no te quieren, esa cosa terrible que te congela el corazón y la mirada y quiebra el futuro y lo vuelve obtuso; es querer volver a fumar y que no haya razones ni personas que te lo impidan, que se pongan en medio. Feliz 2004.

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