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¿Qué ha hecho Alberto Rodríguez para convertirse en traidor?

El exdiputado canario en el Congreso, Alberto Rodríguez, en una imagen de archivo.

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Fabricar traidores es un tópico cultural e histórico en la izquierda del mismo modo que admirar a los políticos que tras estar en las instituciones vuelven al tajo sin agarrarse a los cargos y sueldos públicos. Ambos, el vicio y la virtud, se dan en la figura de Alberto Rodríguez, obrero industrial que volvió a su trabajo tras dejar el Congreso y ahora es señalado como traidor por querer hacer política al margen de su antigua formación. Hay precedentes.

El complot del Lux en 1947 fue un proceso de depuración interna del PCE contra los miembros acusados de ser “titistas” y de no seguir la doctrina estalinista del partido, pero que fue promovido en realidad para perseguir las críticas dentro del PCE al dúo dirigente de Dolores Ibárruri y Francisco Antón por considerar que permanecer en la URSS, como hacía la dirección, imposibilitaba la lucha revolucionaria. El proceso acabó con la depuración de miembros ilustres del PCE, como José Antonio Uribes o Segis Álvarez. Pero expulsar a José Antonio Uribes no era fácil, porque tenía un prestigio importante en la organización. Un maestro de Cuenca, de tradición familiar krausista, que había pertenecido al Comité de Milicias en la Guerra Civil. Primero había que desacreditarlo. Dolores Ibárruri argumentó para expulsarle que temía de él su “independencia de criterio”. Toda una declaración de intenciones para dejar en patente evidencia que en la organicidad de algunos partidos prima la adhesión inquebrantable a las directrices ordenadas desde la cúpula antes que la libre adscripción por valores e ideas. Vicente Uribe, el burócrata encargado para la depuración, dejó algunas frases en el proceso que son de aplicación contemporánea, por ejemplo, la que se refiere a la doctrina del partido como secta: “El partido les ha elevado de gentes inconscientes a ser algo decente en la vida, porque fuera del comunismo no hay nada decente en la vida” y la construcción de la figura del traidor sobre todo aquel que no siguiera el mandato dado.

El castigo para los expulsados del partido fue enviarlos a trabajar a la Fábrica Stalin, después llamada Lijachov, en Moscú. Es una triste paradoja que los burócratas que mitificaban el proletariado consideraran un castigo mandar a alguien a trabajar a la fábrica, convertir a los intelectuales en currantes. Para Alberto Rodríguez no fue un castigo, sino la lógica consecuencia de seguir sus valores. Un comportamiento que tendría que haberlo convertido en referente de la izquierda podemita, su integridad absoluta, no ha servido para pasar el filtro de la mácula cuando se ha puesto su nombre en el óstraco. Alberto Rodríguez es ahora obrero industrial en la refinería de CEPSA en Tenerife. Dejó las intervenciones en la tribuna del Congreso para, como operador de planta química, encargarse de distribuir el combustible a través de tuberías y bombas de gran caudal entre barcos y tanques de almacenamiento en turnos de 12 horas, rotativos entre mañana y noche en los que no existen festivos cuando hay tarea. Un trabajo peligroso al tratar con productos inflamables. No es extraño que una fuga de vapores o una explosión acaben con la vida de algún trabajador. La única fábrica en la que trabajarán algunos en su vida, tras dejar la política como un trampantojo, es la de la construcción de enemigos.

Esta semana hemos visto cómo Alberto Rodríguez, exdiputado de Podemos en el Congreso, fue señalado por la turbamulta como traidor por asistir con su nuevo partido a un acto junto a Íñigo Errejón y Joan Baldoví que incluía a Mustafa Aberchán, condenado por el Tribunal Supremo por un delito electoral relacionado con el voto por correo. Utilizar a Aberchán para atacar a Alberto Rodríguez solo fue una excusa. La decisión de señalar a Alberto Rodríguez como traidor estaba tomada desde hace tiempo. Coalición por Melilla formaba parte del “Acuerdo del Turia” desde que Alberto Rodríguez y su plataforma Drago decidieron entrar en ese proyecto el pasado mes de enero. En aquel momento no se utilizó la carta Aberchán porque ese no era el problema, sino unirse a Más País y formar parte de la alianza que quiere impulsar Sumar. Pero no se puede señalar a una persona como Alberto Rodríguez solo por eso, era necesario una espoleta para iniciar la cacería y proceder. Un simple mensaje acusando de connivente con la corrupción serviría para el cometido. Otro más añadido a la lista de depuración interna. A la de falsos izquierdistas. A la de impuros de sangre. Un nuevo nombre que linchar en el pogromo digital cuando aparece la directriz desde la cúpula exógena.

Alberto Rodríguez dejó Madrid después de que el Tribunal Supremo le robara el escaño por participar en una protesta y con la simple declaración de un policía que dejó muestra en el juicio que, si no mentía, se acordaba mal de los hechos. Hizo lo que en la izquierda siempre hemos aplaudido, volver al tajo tras dejar la política, como hicieron Gerardo Iglesias volviendo a la mina o Julio Anguita como profesor, al igual que Teresa Rodríguez. Quizás el único representante de la clase trabajadora de mono azul que había en las filas de Podemos en el Congreso se volvió a la fábrica con un poco de pesar por el abandono pero sin levantar la voz. Alberto Rodríguez trasladó a la dirección de Podemos Canarias, meses antes de que Marchena le quitara el escaño, que consideraba el proyecto de Podemos caduco y que no representaba la plurinacionalidad ni la diversidad de voces con las que nació. Eso supuso su caída en desgracia y la aceptación por la vía de los hechos consumados del destierro. Podemos aceptó con una huelga de brazos caídos la expulsión del diputado y, a pesar del ruido, no peleó legalmente su expulsión como cargo público. En Podemos le ofrecieron un contrato importante en el partido para mantenerle atado a la formación, pero él decidió que lo honesto era volver al lugar del que proviene, a trabajar en su fábrica. Cansado del madrileñocentrismo de la política en general y del que era su partido en particular decidió continuar con un partido que hiciera política desde las Islas Canarias. El alma pequeñoburguesa de la cúpula de Podemos no valoró el gesto y olvidó la integridad de Alberto Rodríguez rápido. Ahora, por decidir hacer política de manera legítima al margen de Podemos confluyendo con Más País, Compromís y otras formaciones, ha sido señalado como otro traidor. Otro más.

¿Qué ha hecho Alberto Rodríguez para convertirse en traidor? Nada, nada aparte de ser señalado por un tuit que inició el ataque. Nada aparte de creer que Podemos ya no representaba el proyecto en el que creía y hacer política con la clase en el centro y poniendo su tierra en el foco. El ejercicio libre de hacer política de izquierdas en una formación distinta a Podemos, sin haber levantado la voz contra sus excompañeros, ya es considerado un delito de lesa traición. ¿Habrá alguien en Podemos que se plantee qué están haciendo para descapitalizarse de una manera tan sangrante en solo ocho años? Alberto Rodríguez es una de las víctimas visibles de la persecución judicial y mediática a la que en Podemos acuden de manera recurrente para explicar el germen de todos sus problemas, pero eso no le ha exonerado de ser considerado también un traidor. No hay espacio posible para el matiz o la divergencia ni para caminar en paralelo o de forma horizontal en busca de lo mejor para la mayoría social. Todo aquel que no se somete a las reglas verticales del partido familia es insultado y despreciado, sobre todo cuando pone en cuestión comportamientos de los líderes siendo ejemplo de coherencia con sus propios actos. Como decía Gerardo Iglesias tras volver a la mina: “Mi actitud es, pero sólo indirectamente, una réplica a tránsfugas, pesebristas y políticos que se aferran a sus cargos a cualquier precio”. Es difícil competir en integridad con un tipo como Alberto Rodríguez, por eso es necesario lanzar a las hordas para que no quede nadie que haga sombra. El partido religión que repudiaba Manuel Vázquez Montalbán solo sirve para garantizar el privilegio de una élite. Una izquierda en la que no cabe Alberto Rodríguez es una izquierda en lo que no cabe nadie.

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