Hygge, felicidad e inmigrantes
Cuando caminas por los pasillos de una librería, indefectiblemente encuentras un montón de libros dedicados a eso tan etéreo y tan buscado que es la felicidad.
De una u otra forma, autores de gran fama y otros buscadores de gran fama, se han dedicado en los últimos años a definir en las páginas de un libro en qué consiste lo de la felicidad y cómo podemos lograrlo.
Hace unos años un autor danés trató de explicar las claves de la felicidad de su país, que suele estar en la cúspide de la felicidad en el mundo. Allí utilizan una palabra mágica hygge, difícil de traducir. Según la BBC, si le preguntamos a un danés qué es hygge, responderá que es “sentarse frente a la chimenea en una noche fría, vestido con un grueso suéter de lana, mientras bebes un vino caliente con azúcar y especias y acaricias a tu perro echado a tu lado”. Ni más, ni menos.
Esa es la esencia de la felicidad para los daneses. Pero también, comer galletas de canela hechas en casa, mirar la televisión bajo un edredón, tomar el té en una taza de porcelana china en la reunión de la familia en Navidad. ¡Qué idílico!
Pero algo parece querer romper el hygge danés. De pronto, llamados por ese deseo de sentarse frente a la chimenea en una noche fría, con un grueso suéter de lana a la vez que bebes un vino caliente con azúcar y especias y acaricias a tu perro echado a tu lado, han aparecido en Dinamarca miles y miles de inmigrantes venidos de países que los daneses sólo conocían de oír historias truculentas en los medios de comunicación, pero que para ellos suponían la representación de lo más alejado de su hygge.
Por ejemplo, Khaled, de Alepo, Siria. La ciudad ha sido destruida, masacrada por la guerra entre sunitas, chiitas alauitas o partidarios del Isis. Logra salir del infierno por un pelo. Atraviesa un país en guerra entre tirios y troyanos, donde nadie sabe realmente quién es amigo, y quién enemigo, y tu vida vale lo que en la soñada Europa una mascarilla usada en el suelo. Llega a la frontera de Turquía, pasa por Tarsos, la cuna de San Pablo, y como él al caer del caballo, ve la luz al llegar a la costa mediterránea. ¡Hygge! Hay que llegar, como sea, a Dinamarca para cambiar las bombas de racimo rusas de Alepo, por el vino caliente con azúcar y especias. Como Khaled, miles de refugiados cruzan el Mediterráneo y tratan de llegar al frío norte europeo donde los antiguos vikingos hablan lenguas ininteligibles, pero donde un grueso suéter te cubre de felicidad.
Pero allí, con tanto refugiado dicen, el hygge corre peligro y, sorprendentemente, la socialdemocracia en el poder ha salido al rescate. Dinamarca está en el tercer puesto de los países más felices del mundo, ha estado en el primero, y eso es algo que los daneses quieren conservar. Y, en concreto, la actual primera ministra, Mette Frederiksen, está dispuesta a llevar adelante un plan de actuación que permita a Dinamarca seguir disfrutando de su hygge.
Lo curioso es que Frederiksen es la líder del Socialdemokratiet, el Partido Socialdemócrata que, aunque en minoría, gobierna el país escandinavo. Estudió Ciencias Sociales en Aalborg, donde nació, y fue asesora de la confederación danesa de sindicatos. Llegó a ser diputada con 24 años en el Folketing, el parlamento danés en el que fue la portavoz de la comisión de igualdad de género, y fue también ministra de Empleo y Justicia. Obtuvo los votos para ser primera ministra, además de los de su propio partido, de un grupo de partidos progresistas. Es decir, progresismo en estado puro.
Se hizo realidad lo anticipado por la serie danesa Borgen, a la que en 2017 se refería el ex dirigente de Podemos, Pablo Iglesias. En la serie, una mujer llegaba por primera vez a ser primera ministra de Dinamarca aupada por una coalición transversal.
Y bajo su tutela, oh sorpresa, se aprobó a principios del pasado mes de junio una ley que prevé abrir centros de acogida para solicitantes de asilo en países de fuera de la Unión Europea. Esta ley contó con la oposición de algunos partidos de más a la izquierda que el socialdemócrata, pero obtuvo el apoyo unánime de la derecha y de la extrema derecha del país.
El punto débil de este plan es lograr el acuerdo de países extra europeos que estén dispuestos a aceptar a esos solicitantes de asilo. El gobierno danés dice que está en conversaciones con Egipto, Etiopía, Eritrea y Ruanda para que, a cambio de ayudas económicas, admitan a los solicitantes de asilo.
Un plan parecido ya fue dibujado por el que fuera presidente de la República Francesa, el conservador Nicolás Sarkozy, quien dijo que era necesario crear centros de acogida de inmigrantes pagados por la Unión Europea en el Mediterráneo. Sarkozy especificó que se refería a centros en países mediterráneos del sur, es decir, fuera del espacio Schengen. Algo que esos inmigrantes no están dispuestos a aceptar porque su destino, precisamente, es Europa, la Europa del hygge.
El problema, según la primera ministra de Dinamarca es que no hay hygge para todos. “El sistema actual de asilo es insostenible”, dice el portavoz de su partido. Al final es una cuestión de números. Un hogar maravilloso repleto de hygge, es posible plantearlo para los casi seis millones de daneses, pero si la inmigración se masifica, viene a decir Frederiksen, adiós al hygge. Y la cuestión esencial es que la política restrictiva de la primera ministra socialdemócrata ha calado y obtiene el favor de buena parte de la sociedad y de la mayoría parlamentaria.
En 2019 fueron 761 personas las que obtuvieron asilo en el país, y en 2020 la cifra se redujo a 600. Pocos años antes, en 2015 habían sido aprobadas 10.000 solicitudes. En la actualidad, Dinamarca recibe una décima parte de refugiados que sus vecinos alemanes o suecos en proporción a sus habitantes.
Los organismos de apoyo a los refugiados, han puesto el grito en el cielo. Henrik Nordentoff, representante de ACNUR en los países nórdicos, tiene claro que con esta actuación Dinamarca puede provocar “un efecto dominó mediante el que otros países de Europa y en las regiones vecinas también explorarán las posibilidades de limitar la protección de los refugiados en su propio territorio”.
Malos tiempos para el hygge de los inmigrantes.
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