No importa el cambio de hora, sino de tiempos
Hace unas horas que hemos cambiado los relojes al horario de verano. Lo más seguro es que sea la penúltima vez que lo hagamos. El martes pasado, el Parlamento Europeo apoyó la iniciativa de la Comisión Europea de poner fin al cambio de hora estacional a partir de 2021. Este movimiento de las autoridades europeas se basa en una evaluación promovida desde Bruselas en la que participaron 4,6 millones de ciudadanos que, en un 80% de los casos, apostaron por no someter a nuestros relojes al doble cambio de primavera y otoño. Si bien el cambio dejará de hacerse, todavía queda por decidir si será el horario de verano o el de invierno el que prevalezca. La necesidad de garantizar el funcionamiento del mercado único, el favorecimiento de un mayor o menor descanso, la incidencia sobre el ocio y el turismo, e incluso la longitud y latitud de los países afectados serán algunas de las principales cuestiones a tomar en consideración.
Aun siendo un debate apasionante, sobre todo para quienes, como yo, celebramos este día todos los años y nos sentimos desgraciados cada último domingo de octubre, creo que los verdaderos desafíos en torno al tiempo no están en los husos sino en sus usos. Hay quien defiende esta medida como un avance hacia la racionalización de los horarios y una mejor conciliación laboral, familiar y personal.
En mi opinión, la mejor medida posible para alcanzar dicha conciliación no consiste en cambiar la hora dos veces al año, sino en diseñar y llevar a cabo una mayor inversión y una mejor dirección de las políticas públicas orientadas a fomentar la organización social del cuidado, incluyendo el reforzamiento de los servicios públicos, la aprobación de permisos iguales, la reorganización de las jornadas laborales, un reparto de tiempos y trabajos más corresponsable entre los géneros, el cambio de la cultura presentista y masculina en las empresas, y, sobre todo, la mejora de las condiciones de trabajo, de forma que muchas personas no tengan que asumir trabajos incompatibles con la propia vida.
Creo que hemos progresado en algunas de estas cuestiones, pero en otras, sobre todo en las que tienen que ver con las condiciones de trabajo, nos hemos adentrado en una vía muy peligrosa. Triunfan tendencias en el mundo laboral que tienen como consecuencia la explotación de muchas personas, personas que viven bajo la ilusión de ser los auténticos generadores y emprendedores de sus vidas y sus tiempos, cuando en realidad carecen de cualquier autonomía o control sobre los mismos.
El tiempo posee una dimensión cualitativa y otra cuantitativa, y existe una medida física del tiempo que no tiene por qué coincidir con nuestra percepción subjetiva de cómo este transcurre. Por tanto, no solo importa cuánto tiempo tengamos disponible u ocupemos en una u otra actividad, sino la forma en la que lo usamos y percibimos, y, muy especialmente, la autonomía que poseemos con respecto a él. Es este último aspecto el que me parece puede estar más amenazado por las nuevas formas de trabajo, la precarización generalizada, las nuevas exigencias de ocio, e incluso el uso o abuso que hacemos de la conexión constante a la red.
Como en otros ámbitos de nuestras vidas, todo lo relativo al tiempo del que disponemos y a nuestra capacidad de decisión sobre él se encuentra enormemente condicionado por las desigualdades de edad, género, clase, estatus o hábitat. Por regla general, las mujeres disponen de menos tiempo que los hombres, porque suman más tiempo de trabajo remunerado y no remunerado. Puesto que la mayoría de las tareas domésticas son circulares, el tiempo dedicado a ellas puede resultar tedioso y causar poca satisfacción.
El tiempo de ocio de las mujeres es, en muchas ocasiones, un tiempo en compañía de menores, es decir, está determinado por la maternidad. Las personas mayores suelen disponer de mucho tiempo libre, pero no reportan gran satisfacción al respecto y tienden a llenarlo de manera excesiva con horas de televisión. Quienes viven en grandes urbes emplean mucho tiempo en sus trayectos, algo que, en muchos casos, provoca gran frustración.
Aunque de manera cualitativa el tiempo de ocio ha aumentado, también lo ha hecho la sensación de que exprimimos o exprimen nuestro tiempo. Ese tiempo exprimido puede tener muchos orígenes, incluso puede estar vinculado con el ocio y un uso del tiempo de ocio muy estructurado. Esto ocurre, por ejemplo, con personas de rentas altas y trabajos muy exigentes, que utilizan su tiempo de ocio de manera muy compartimentada, programando muchas actividades. Algo que también ocurre con los niños; algunos estudios indican que estamos reduciendo su tiempo no estructurado hasta mínimos de 30 minutos al día, alejando a las criaturas de la capacidad de aburrirse y su potencial para la creatividad.
Ahora bien, con demasiada frecuencia, el tiempo exprimido está relacionado con los abusos en las jornadas de trabajo, la intensidad del tiempo de trabajo o la disponibilidad de tiempo sometida a la demanda de las empresas. Como resultado tenemos jornadas imposibles, no solo en las sweatshops de los países empobrecidos donde se fabrican los componentes de nuestros smartphones o las camisetas que arrumbamos en nuestros armarios, sino también en algunas empresas de cuello blanco en los países más ricos del mundo.
En ellas, el presentismo y los horarios sin límite son símbolo de compromiso con la empresa, siempre conforme a la horma masculina según la cual el trabajador está liberado de cualquier tipo de cuidados, inclusive el que se debe a sí mismo. El paradigma en este sentido es el caso japonés, cuya cultura empresarial contemporánea ha dado lugar al término karoshi, que significa muerte por exceso de trabajo, y donde también abunda el suicidio por el mismo motivo.
Además, están los call centers, las kellys, los invernaderos, todos los sectores donde a los trabajadores se les supone poca cualificación y se les trata como desechables y prescindibles. En estos sectores, cuando hay exceso de mano de obra disponible, la disciplina impuesta alcanza condiciones de trabajo obscenas. Existen también granjas de trabajo en el seno de las empresas más punteras y modernas, donde la desigualdad entre trabajadores es manifiesta. La amplia capacidad de autonomía sobre su propio tiempo y los lujosos espacios de trabajo de los empleados más cualificados de las grandes tecnológicas contrastan con los horarios infernales y los cubículos donde desempeñan sus tareas otros empleados de esas mismas empresas, como los encargados de leer los comentarios que sobre ellas se vierten en sus plataformas digitales, que apenas tienen tiempo de descanso.
Y no olvidemos a los trabajadores de la a menudo mal llamada economía colaborativa: conductores que no pueden hacer paradas, repartidores de comida a domicilio que solo consiguen jornales medianamente dignos si aumentan mucho el volumen de entregas que realizan. Esos que están elevando el número de accidentes de furgonetas, por ejemplo. Esos que aceptan contratos de cero horas que les exigen total disponibilidad y exclusividad, aunque no deban trabajar todo el día. Las empresas juegan con su tiempo y con su necesidad de conseguir un salario que les permita vivir dignamente, o simplemente sobrevivir. Sin margen alguno para la conciliación, ni aun haciendo malabarismos.
Es este un debate sobre el tiempo que trasciende el cambio o no de hora. Un debate imprescindible si no queremos que, como sociedad, nos estallen las costuras.