Indultos “políticos”
Permítanme el pleonasmo, adjetivando innecesariamente algunos indultos como “políticos”, pues todos lo son, como actos de decisión del Gobierno. Pero entiendo procedente utilizar este adjetivo para reforzar esta idea en el marco del debate suscitado por los indultos en tramitación para las personas condenadas por diversos delitos por el Tribunal Supremo en la causa del llamado “procés”. Y también para recordar que, en ocasiones, el término “político” se asocia a la idea de decisiones no fundamentadas, esto es, arbitrarias y oportunistas.
Decía que todos los indultos son “políticos”, sí. Prevé la Constitución que corresponde al Rey “ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales”, si bien ha de matizarse que tal derecho de gracia, en realidad, corresponde al Gobierno, como he dicho y veremos.
Es una Ley de 18 de junio de 1870 la que hoy regula esta cuestión, con algunas modificaciones de escaso calado en los años 1988 y 2015. Según esta norma, todas las personas –con algunas excepciones– pueden ser indultadas de todo o parte de la pena impuesta, completándose con la previsión del Código Penal de que el indulto extingue la responsabilidad criminal.
Interesa, en el debate abierto hace ya tiempo sobre este tema, recordar quiénes pueden “solicitar” el indulto, lo que en dicha Ley se atribuye a las personas penadas, a sus parientes y a “cualquiera otra persona en su nombre, sin necesidad de poder escrito que acredite su representación”, contemplándose también la posibilidad de “proponer” el indulto que se reserva al Tribunal sentenciador o al Tribunal Supremo o al Fiscal. La norma prevé incluso que “podrá también el Gobierno mandar formar el oportuno expediente... para la concesión de indultos que no hubiesen sido solicitados por los particulares ni propuestos por los Tribunales de Justicia”.
Es decir, que el Gobierno puede promover indultos sin mediar solicitud y que la solicitud o propuesta, si las hubiera, están restringidas en los términos señalados. En este sentido se me ha suscitado una duda que, seguramente, cualquier jurista competente podría resolverme: querría conocer cómo se han iniciado los expedientes para la tramitación de estos indultos, pues, según los medios de comunicación, hubo solicitud de un particular. Lo que me confunde, dado que, si bien cualquier persona puede solicitar el indulto, ha de serlo “en nombre” de la persona penada, aunque no tenga poder escrito. ¿Ha actuado así, en representación de las personas penadas, quien ha solicitado estos indultos? Manifiesto mi confusión a este respecto porque al menos algún penado ya rechazó de manera muy expresiva un posible indulto, lo que revelaría que nadie habría podido actuar “en su nombre”. O bien lo habría promovido el Gobierno por sí mismo, lo que convendría aclarar para mejor conocimiento y apreciación de la ciudadanía.
Por otra parte, la tramitación de los expedientes de indulto es sencilla: basta con que el Tribunal sentenciador –el Supremo, en este caso– emita un amplio informe sobre las circunstancias personales y las más relevantes de la Sentencia y un “dictamen sobre la justicia o conveniencia y forma de concesión de la gracia”. A lo que se ha de añadir el informe del establecimiento penitenciario, así como la opinión del Fiscal y de la parte ofendida, si la hubiere –sobre si hay parte ofendida o no ha de informar también el Tribunal sentenciador–.
Y con estos mimbres, el Gobierno tomará la decisión que estime procedente, que plasmará en un Real Decreto.
Acto “político” donde los haya, desde luego, sin ánimo peyorativo alguno, sino subrayando el alto grado de discrecionalidad que el Gobierno tiene en esta materia, debiendo recordarse que su finalidad principal es la de evitar los resultados no deseados de un excesivo rigor en la aplicación de la norma penal.
Acto “político” que suscita, con carácter general, interesantes cuestiones para la reflexión, más allá de cada caso concreto.
De un lado, llama poderosamente la atención la nula motivación de estas decisiones, si se compara con el esfuerzo argumentativo que los Tribunales han de hacer –por supuesto– para condenar a una persona. Lean algún Real Decreto de indulto en el BOE para comprobarlo, pues solamente se suele expresar que se concede el indulto, tras recordar los delitos cometidos y las penas a las que la persona había sido condenada, sin razonamiento alguno para conceder la gracia. Lo que sorprende por su afectación al principio de igualdad –como toda arbitrariedad–, al menos en la consideración de la ciudadanía, y al principio de seguridad jurídica. Sin olvidar que los datos sobre concesión de indultos muestran que un porcentaje no desdeñable de ellos se produce en personas condenadas por delitos vinculados a la corrupción política y/o conectadas con el poder –policías condenados por torturas, por ejemplo–.
También conviene meditar sobre la conveniencia de reservar la concesión de indultos a los Gobiernos –algo que sucede, hay que reconocerlo, con pocas variantes, en muchos países de nuestro entorno–, sin control ni limitación alguna y si ello no supone, de alguna manera, una interferencia no deseable en las decisiones de los Tribunales, que ven esfumarse su esfuerzo investigador y argumentativo. Lo que, además, siendo los indultos arbitrarios y no motivados, podría afectar igualmente a la división de poderes.
Tampoco es baladí la cuestión de su posible control parlamentario, como actuación del Ejecutivo que es, debiendo recordarse que 2015 se reformó la Ley de 1870 para introducir la obligación del Gobierno de remitir semestralmente al Congreso un informe sobre la concesión y denegación de indultos, así como la comparecencia de un alto cargo del Ministerio ante la Comisión de Justicia a este respecto. Control que, en cualquier caso, dada la falta de motivación de la decisión sobre el indulto, no tendrá mayor alcance real que el de conocer el número de indultos concedidos y denegados y las personas afectadas, pero no las razones para ello.
Todas estas carencias muestran la necesidad de una reforma profunda de la regulación del indulto, para que la Ley determine las razones tasadas por las que pudiera concederse y para que la decisión estuviera suficientemente motivada, evitando la arbitrariedad prohibida por la Constitución. En definitiva, el indulto debe, cuando menos, “democratizarse” e insertarse plenamente en el Estado de Derecho, alejándose de cualquier conexión con el tiempo de la monarquía absoluta en la que el monarca decidía libre y ampliamente, sin razonamiento ni control, y vinculando esta figura exclusivamente con su finalidad antedicha de evitar los resultados no deseados de un excesivo rigor en la aplicación de la norma penal.
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