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El insoportable auge del insulto

Obama y Trudeau en la Casa Blanca.

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La proximidad de las elecciones en Madrid parece haber exacerbado aún más el tenso clima político que vivimos en España. Esta semana en el Congreso de los Diputados, en las declaraciones de diferentes líderes en campaña y en los habituales espacios de radio y televisión que siguen cada día la actualidad, el insulto, la injuria y la descalificación parecen haber subido un escalón en su intensidad. En el caso de las redes sociales es difícil que el fenómeno se agudice teniendo en cuenta que es su práctica cotidiana. Todos somos conscientes del crecimiento de este deterioro del diálogo democrático. Nadie ha dado con la fórmula adecuada para impedirlo.

El pasado miércoles, la sesión parlamentaria acumuló un buen número de insultos y descalificaciones por parte de la oposición. Resulta evidente que la oposición tiene el derecho y el deber de ejercer su labor de crítica y vigilancia del Gobierno. El interrogante que surge es el de intentar determinar si es conveniente que exista un umbral en el tono de esa actividad. Son dos cuestiones diferentes. Una, es la decisión política de plantear una oposición más o menos dura. La otra es la de establecer si es compatible la convivencia democrática recurriendo al insulto como argumento principal. 

Trump, un antes y un después

El pasado 19 de enero de este año, The New York Times publicaba un amplio informe en el que se recopilaba buena parte de los insultos que Donald Trump había lanzado a través de las redes sociales desde que anunció su candidatura a la Casa Blanca, en junio de 2015, hasta el 8 de enero de 2021. En esta fecha, Twitter decidió cerrar su cuenta por difundir mentiras y graves descalificaciones contra la democrática victoria de Joe Biden. 

Trump ha hecho historia por muchos motivos. Seguramente, uno de los aspectos de su personalidad más identificativos ha sido el reiterado uso del insulto como principal argumento en su forma de expresarse. El expresidente norteamericano rompió con cualquier tradición de considerar un mínimo decoro en la controversia democrática. También, según Toni Aira, autor de La política de las emociones, “Trump significó el aval a una tendencia que ya existía, acelerando una manera de hacer política que ya existía antes de él y de la aparición de las redes sociales”. Lo más sorprendente es que esa estrategia fuera explotada no por un partido radical de oposición minoritario, sino por quien ostentaba el poder. No había precedente alguno.

El trumpismo, pese a su derrota, sigue su extensión

Donald Trump, que tanto trabajó durante su mandato por la degeneración de la vida democrática, fue finalmente derrotado por la propia democracia. A día de hoy, no sabemos si pretende o no volver a la carrera electoral. Lo que sí es un hecho incontrovertible es el efecto que su estilo ha desencadenado en muchos países. Diferentes líderes conservadores parecen haber tomado su modelo como guía básica de comportamiento en la que el insulto a los rivales se ha convertido en una constante. “Lo hemos visto con Bolsonaro en Brasil, Salvini en Italia, Farage en el Reino Unido...”, explica el sociólogo y expresidente de la ACOP David Redolí: “En Occidente, hay una emergencia de líderes que utilizan la agresión verbal y la ausencia de criterios de corrección política para defender sus ideas”. 

En España, vivimos estos días una situación especialmente crítica, debido a la coincidencia de una continuada estrategia de acoso y derribo contra el Gobierno con la pandemia como instrumento de guerra y con la próxima celebración de elecciones en la Comunidad de Madrid. Posiblemente, Isabel Díaz Ayuso representa como ninguna otra figura política en nuestro país la influencia del trumpismo. Su discurso no ofrece duda. Da igual que se hable desde el Gobierno o la oposición. El lenguaje siempre se cimenta en la descalificación del rival.

A lo largo de los últimos años, las fuerzas más extremistas de nuestro arco parlamentario se han habituado al uso cotidiano del insulto como centro de su discurso. El crecimiento de fuerzas radicales, como Vox, han llevado al PP a reincidir en la fórmula en abierta competencia por una parte del electorado que parece aceptarla sin problema alguno. En el caso de la campaña madrileña, el principal escollo que parece tener la expectativa de voto a Vox tiene que ver con la invasión de los populares en el espacio político que parecía tener conquistado desde su radicalismo extremo como principal posición ideológica.

Pérdida de la sensibilidad

Una de las principales consecuencias que parece extraerse de estos años de proliferación del insulto en el lenguaje político es la pérdida de su impacto. Según David Redolí, “la alta polarización que estamos experimentando y el uso frecuente de  la descalificación ha dejado de causar tanto estupor”. La injuria personal se ha repetido hasta tal nivel que es evidente que ha hecho subir nuestro nivel de sensibilidad. La mayor parte de los insultos directos que podemos oír a diario en las declaraciones públicas de portavoces políticos ni siquiera son recogidos ya por los medios de comunicación. Han dejado de ser noticia. Han dejado de ser sorprendentes. Como mucho, podemos escuchar crónicas periodísticas que aluden a la mayor o menor dureza de una intervención. Poco más. 

Parece lógico que diferentes medios no se muestren impactados por este tipo de discurso, teniendo en cuenta que muchos de ellos lo promueven en sus espacios dedicados a la opinión y el debate. Es casi rutinario escuchar a presentadores de emisiones radiofónicas y televisivas utilizar la injuria para calificar a los líderes políticos o como argumento frente a quienes defienden posiciones diferentes a las suyas. Nadie parece extrañarse. Ni siquiera se plantea esta situación como digna de una reflexión pública. Lo más preocupante es que parece que hemos llegado a normalizar el fenómeno.

El impacto en la ciudadanía

Una significativa parte de la ciudadanía parece verse arrastrada por esta degradante e imparable ola. Las audiencias de la mayor parte de estos espacios de actualidad así lo corroboran. Los responsables de estos programas saben que el mayor o menor éxito que puedan obtener dependen del mayor o menor grado de excitación que sean capaces de transmitir. Parece haberse asentado en muchos oyentes radiofónicos o telespectadores una especie de adicción por la sublimación de la tensión y el enfrentamiento. “Pensamos que los políticos utilizan el insulto como si bajaran de otro planeta y que no tiene correspondencia con lo que pasa en otros ámbitos de nuestra vida, pero ellos elevan el tono porque nuestras sociedades tienen cada vez una mayor tendencia a la dispersión y nos cuesta más entrar a los debates de fondo”, recuerda Aira. 

Todo este proceso ha coincidido, cabe pensar que de manera no casual, con el auge de las redes sociales. El insulto se ha convertido en uno de los ganchos más eficaces para contribuir a la extensión de mensajes en internet. Los mensajes negativos obtienen mucha mayor difusión que los positivos. El anonimato contribuye de forma sustancial a que todo salga gratis. No hay peligro alguno de crítica social o de exposición pública alguna. Según los especialistas en la materia, se calcula que aproximadamente la mitad de los contenidos políticos que circulan en la red están lanzados desde robots preprogramados o desde granjas de fabricación de basura ideológica.

En ese entorno, tampoco parecen esconderse formaciones y líderes políticos de diferentes ideologías siempre dispuestos a aceptar cualquier ocasión que se les pueda presentar. Si la clase política debiera representar un papel de ejemplaridad a la hora de escenificar el debate ideológico, parece claro que, en la actualidad, el radicalismo juega a aplastar cualquier intento de buscar la moderación, el razonamiento y el diálogo sosegado. Al final, tal y como explica Redolí, parece lógica la consecuencia de que los seguidores más fieles tiendan a imitar a sus líderes: “Si los ciudadanos ven que los políticos se insultan, también acabarán asumiendo la normalidad del insulto en discusiones familiares o de amigos con personas de diferente ideología. Eso significa cruzar fronteras que no contribuyen ni a la buena convivencia ni a la edificación de la ciudadanía”. 

La violencia verbal

El insulto empieza donde termina el debate civilizado y da paso a la violencia verbal. Todo lo que pueda venir después deja de tener sentido en una democracia civilizada. Es imposible y hasta poco aconsejable pretender dialogar una vez que aparece la injuria. El colmo de la situación es tener que defenderse de una ofensa que, habitualmente, carece de toda justificación. La difamación muestra siempre la falta de argumentos para defender una posición.

En otras ocasiones, no sólo el insulto domina el discurso. Además, se ve acompañado de la abierta cobardía de ser lanzado sin la presencia de la persona aludida. Por último, a la falta de escrúpulos y la cobardía se une una elevada dosis de osadía. Es fácil encontrar a diario declaraciones de políticos y opinadores dispuestos a descalificar a personas que poseen un nivel de conocimiento en la materia de la que se habla muy superior al del que se permite la autoridad de juzgar.

Cuando el debate se deteriora y pierde su sentido, se produce un factor añadido no menos trascendente. No sólo es tóxico en su formulación. Además, impide que se aborde de verdad una discusión sobre los asuntos que realmente tienen importancia. No se trata por tanto de una cuestión meramente formal. La contaminación del debate impide que sobreviva la necesaria discusión que sirve de base al modelo democrático. Resulta evidente que quienes más se apoyan en emponzoñar su discurso suelen ser quienes menos interés tienen en que se hable y se analice cualquier cualquier asunto.

La falta de soluciones

No existen fáciles soluciones para afrontar el crecimiento de esta corriente. Su poder radica en el fuerte impacto emocional que traslada a quienes la secundan. Es imposible entender el fenómeno sin tener en cuenta la rabia social que estalló hace 15 años, tras el estallido de la crisis económica que las instituciones políticas fueron incapaces de detener. “El auge del insulto también tiene que ver con las altas desigualdades sociales que genera el modelo económico actual, la sensación de pérdida de perspectivas por altas capas de la población y la incertidumbre con la que viven sobre todo las clases medias actualmente”, explica Redolí. Esto facilitó la irrupción del lenguaje populista, demagógico y agresivo que sirvió de mínimo consuelo a gente que necesitaba dar salida a su desesperación.

Algunos partidos, líderes, medios y opinadores han convertido aquel sentimiento de frustración en la base de un discurso destructivo que amenaza el desenvolvimiento de la convivencia democrática. No hay fórmula mágica para combatir el insulto grosero y humillante. Es evidente que califica a quién lo utiliza, pero no parece que le cree problema alguno. Saben lo que hacen y entienden que llevar la discusión a ese terreno les facilita jugar en condiciones más favorables al carecer de argumentos razonables y fundamentados. “Un primer paso”, concluye Aira, “es plantear que existe el problema y que todos seamos conscientes del abuso del insulto en la política. Pero, sobre todo, hay que conseguir que la reflexión lleve a la acción”. 

Cuando Donald Trump ganó las elecciones en 2016, Barack Obama ha confesado públicamente que sintió un fuerte impacto. En uno de sus últimos encuentros internacionales antes de abandonar la presidencia, se vio con Justin Trudeau que no hacía mucho había ganado las elecciones en Canadá. Obama, consciente de su salida de la vida política, se dirigió a él y le dijo: “Justin, va a ser preciso que se oiga más tu voz. Vas a tener que hablar sin pelos en la lengua cuando ciertos valores se vean amenazados”. Trudeau le confesó que él era su referente y le contestó: “Las combatiré con una sonrisa en los labios. Es la única forma de ganar”. 

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