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Juristas en el Callejón del Gato

Imagen de archivo de una manifestación feminista

Elisa Beni

Sabido es que a principios del pasado siglo existía en el viejo Madrid un callejón próximo a la Puerta del Sol en el que un avispado comerciante había instalado dos espejos deformantes, uno cóncavo y otro convexo, por los que no había “gato” que no se hubiera aprestado a pasar para ver su imagen extraña y alegremente deformada. Sabido es además porque un grande de las letras –Valle-Inclán, mentémoslo sólo para el que no caiga– excentrico, extravagante y lúcidamente esperpéntico, los consagró en sus obras. Cierto es que en Luces de Bohemia, Max Estrella ya nos avanza que “la deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta”.

Viene a cuento esta historia hiperbólica y castiza porque cada vez más compruebo que muchas personas con fuerte formación jurídica tienden a pasar la vida por el callejón compuesto de las reglas del Derecho sin darse cuenta que la sociedad, más allá de haberse dotado de ese espejo, por mucho que quieran dotarlo de matemática perfecta, sigue teniendo una existencia real y ontológicamente probada más allá del prisma del Derecho. Pártase de la base de que respeto todos los principios básicos del Estado de Derecho y que defiendo que sin ellos es imposible construir una sociedad justa y democrática. Ahora bien, eso no implica que la realidad se diluya en ellos. Quiero decir con ello que existe el agravio y la ofensa más allá de que el derecho lo establezca como tal. Existe la necesidad, la carencia o la injusticia más allá de los límites fijados por el Derecho. Las leyes, y sobre todo el derecho penal, son el mínimo exigible, pero más allá de él existen injusticias, e incluso cuando estas no se someten a su égida, siguen existiendo.

Viene esto a cuento del revuelo de varios civilistas respecto al decreto ley publicado por el gobierno socialista que, con una nueva redacción del artículo 23 de la Ley de Violencia de Género, permite que “las situaciones de violencia de género que dan lugar al reconocimiento de los derechos recogidos en este capítulo se acreditarán mediante una sentencia condenatoria, una orden de protección o cualquier resolución judicial que acuerde una medida cautelar a favor de la víctima bien mediante informe del ministerio fiscal... También podrán acreditarse las situaciones de violencia de género mediante informe de los servicios sociales, de los servicios especializados o de los servicios de acogida... o por cualquier otro título siempre que esté previsto en las disposiciones normativas de carácter sectorial”.

Este último añadido ha llevado a varias expertas, hasta ahora más bien de tinte conservador, a poner el grito en el cielo afirmando que, con esta norma, el Gobierno violenta el principio de presunción de inocencia y se salta el control judicial. Solo un mucho mirarse en los espejos del Callejón puede llevar a extraer tales conclusiones. Quizá, cuando la mente está menos forjada en lo jurídico, es capaz de ver el alcance de la norma, sus consecuencias reales y los fallos de protección de seres humanos que intenta paliar, sin por eso desvirtuar en nada el procedimiento judicial debido en una democracia.

Entienden estos juristas que si alguien sostiene que acreditar que invertir fondos en ayudar a una persona está justificado, al considerar que existe una situación de violencia de género, se prejuzga que existe un agresor sin darle derecho a que se defienda. Nadie habla, en ese real decreto, de calificar de agresor a nadie ni, por supuesto, de castigar a esa persona por una infracción de la ley. El reconocimiento de la comisión de un delito por un individuo, tras un proceso contradictorio con plena capacidad de defensa, permite a éste defenderse, obliga a la parte acusadora a probar sus acusaciones y le pretende inocente hasta que eso suceda. Una vez castigado, se entiende que quien haya sufrido las consecuencias de su injusta agresión tiene derecho a ser indemnizado y considerado como víctima del hecho delictivo.

Sucede que en la vida que transcurre por el Callejón, incluso por aquella que no se refleja en los espejos del sistema, abundan víctimas que, en el sentido de la RAE, son personas que padecen daño por causa ajena. La constatación de que hay personas dañadas por otras se prueba posible desde un punto de vista humano. Hay persona y hay daño. Más allá habrá agresores, culpables y condenados, si llega el caso. Más acá, fuera del espejo, existen las mujeres y el daño objetivable. Sucede que la fórmula que fiaba a la determinación judicial la categoría de víctima para las mujeres objeto de violencia de género dilata hasta un futuro burocrático y saturado la posibilidad de emplear medios públicos para ayudarlas. Es un punto paranoico deducir de la habilitación de los servicios sociales para acreditar el buen empleo del dinero público en una asistencia se pueda colegir que se está consagrando a un agresor con nombres y apellidos al que se niegan sus derechos.

Yo, la verdad, no termino de ver cómo se puede uno instalar en las gafas de ver legales hasta el punto de pretender que no se puede justificar el uso de fondos públicos en personas que quizá no quieran judicializar su proceso o incluso que no tengan medios probatorios o cuyos hechos no encajen de alguna forma en los tipos penales establecidos. Lo que pretende la norma que matiza la Ley es que no constituya una malversación el empleo de fondos públicos en la ayuda social de personas que lo necesitan aun sin que el tiempo judicial haya llegado a efecto. En ese sentido, se establece que basta la diligencia de los expertos para comprobar que el dinero es justamente empleado en el fin para poder prestar esa asistencia social a una mujer.

Insisten mucho varias de esas civilistas en la posibilidad de defensa del varón que así ven cercenada, pero que yo no alcanzo a ver de qué manera. Ayudar a una mujer en una situación de riesgo a huir de ella y a intentar crearse una vida segura en alguna parte no tiene, en principio, nada que ver con que otra persona vaya a ser castigado por ello. En el espejo cóncavo las cosas sólo tienen una lógica, pero en la vida hay mucha gente intentando solucionar los problemas y ayudar a quien lo necesita más allá de lo que la ley penal determine. De hecho María Gavilán, juez y profesora de Derecho Penal, tiene claro que: “Yo abogo por que la concesión de ese título habilitante que supone el acceso a los derechos que reconoce la Ley Integral no dependa de una denuncia o una orden de protección, sino que baste un informe técnico”. De facto, varias comunidades como Madrid, Navarra y Galicia ya lo habían reconocido así en sus leyes locales.

Claro que, ahora, se trata de unificar a nivel nacional y lo está haciendo un gobierno determinado. A veces, creo que los espejos del Callejón para algunos también distorsionan las leyes y sus consecuencias en función del sesgo político que interese. Por eso hasta los presentados como estudios puramente técnicos tienen una rúbrica valleinclanesca que se diluye rápido en cuanto los afines los encuentran útiles para la fusta política.

No, señoras civilistas, no. Nadie está suplantando a los jueces. Es sólo que la vida y los problemas y el sentido humanitario son más amplios que un legajo, así sea fuera del Callejón del Gato.

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