Lección de derecho constitucional para los fiscales del Tribunal Supremo
En varias ocasiones recordarán los lectores que he afirmado que la Constitución no resuelve ningún problema. Ni la española ni ninguna. Nadie tiene un problema que se resuelve en la Constitución. Porque la Constitución no se inventó para resolver problemas, sino para posibilitar que cualquier problema que se plantee en la convivencia pueda ser resuelto mediante una decisión política de una manera jurídicamente ordenada. Por eso, la Constitución no resuelve ningún problema, pero sin ella no se puede resolver ninguno.
Esto lo hace la Constitución de la manera siguiente: reconociendo en primer lugar, a todos los ciudadanos y ciudadanas (también a los extranjeros, aunque no en condiciones de igualdad con los nacionales) una serie de derechos que hemos acabado calificando de fundamentales, para que cada uno pueda decidir qué quiere hacer con su vida, cómo quiere desarrollar su personalidad; y previendo mediante el ejercicio del derecho de sufragio por parte de los ciudadanos un órgano constitucional, el Parlamento, que tiene que dar respuesta a todo lo que la Constitución no ha dado. Es decir, a todo.
El Parlamento, las Cortes Generales en España, es el órgano al que el constituyente atribuye la identificación, en primer lugar, del problema que se tiene que resolver y la elaboración a continuación de la respuesta que se tiene que dar a dicho problema. Con “libertad de configuración” en expresión acuñada por la jurisprudencia constitucional, en la definición de dicha respuesta.
El Parlamento solo tiene dos límites: el contenido esencial de los derechos fundamentales (art. 53.1 CE) y las normas internacionales sobre derechos fundamentales en virtud del mandato interpretativo del artículo 10.2 de la Constitución; la existencia de un poder ejecutivo para aplicar la ley en términos generales y de un poder judicial para aplicarla de manera individualizada.
Quiere decirse, pues, que, en una sociedad democráticamente constituida, únicamente el Parlamento goza de “libertad”. El Parlamento “no ejecuta” la Constitución, sino que “crea derecho libremente” con los dos límites a los que me acabo de referir.
Todos los demás agentes que intervienen en el universo jurídico de la democracia carecen de libertad. El poder ejecutivo tiene “discrecionalidad” en la ejecución de la ley. El poder judicial tiene “independencia” en su sumisión exclusiva a la ley y nada más que para eso. La independencia del juez nace de su sumisión al imperio de la ley.
Los agentes privados, sean personas físicas o jurídicas, tienen “autonomía personal” con el límite de la voluntad general, de la ley. No podemos dar un paso en nuestra vida en sociedad sin que nuestra voluntad individual tenga como contrapunto la voluntad general. La voluntad general no deja de seguirnos ni un segundo a lo largo de nuestra vida. Desde antes del nacimiento hasta después de la muerte. La libertad en democracia es autonomía personal con el límite de la voluntad general. El límite es el elemento constitutivo de la libertad. Por eso, la democracia es importante, porque es la única forma política en la que los ciudadanos directamente o a través de sus representantes fijan los límites a su autonomía personal.
Este es el ABC del derecho que se enseña en el primer curso de la licenciatura. Por eso, no acabo de entender lo que se ha dicho durante la tramitación de la ley de amnistía en las Cortes Generales y lo que se sigue diciendo tras su aprobación y entrada en vigor en la fase de aplicación de la misma. Especialmente por los cuatro fiscales de sala del Tribunal Supremo.
Se ha dicho que, al no mencionarse expresamente en la Constitución la ley de amnistía, las Cortes Generales no podían aprobarla, olvidándose que el Parlamento no necesita la habilitación expresa de la Constitución para legislar. Ninguna sociedad democrática podría subsistir si no fuera así. Cuando la Constitución se aprueba, nadie puede saber cuales son los problemas con los que la sociedad tendrá que enfrentarse. Si se supieran, se les podría dar respuesta en la Constitución. Pero como no se saben, la Constitución tiene que limitarse a prever un órgano que vaya identificando los problemas y dándoles respuesta a medida que se presentan. El constituyente puede prohibir determinadas respuestas del legislador a un determinado problema. Prohibir la pena de muerte, por ejemplo. Pero poco más. Sin la libertad del legislador para identificar los problemas a medida que vayan apareciendo y darles la respuesta que estime pertinente, la democracia no existiría.
Tengo curiosidad por ver con qué fundamentación jurídica se interponen los recursos o se elevan las cuestiones de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucionalidad. Ojalá se interpongan o se eleven pronto, a fin de que se acabe poniendo fin al pandemónium en que se ha intentado convertir el proceso de aprobación de la ley. Afortunadamente, la presidenta del Congreso tuvo la serenidad y fortaleza necesarias para dirigir el Pleno en que había que votar por mayoría absoluta la totalidad de la ley, haciendo fracasar el intento de “reventar” la sesión parlamentaria.
Lo que no se consiguió en las Cortes Generales en el proceso de elaboración de la ley, se está intentando conseguir en la fase de aplicación de la misma por los jueces y magistrados que tienen que intervenir en dicha aplicación.
La ley ha sido redactada con sumo cuidado, identificando con precisión las conductas constitutivas de delito susceptibles de ser amnistiadas. Así parece que está siendo aceptado de manera bastante generalizada, aunque sea a regañadientes por algunos sectores de la judicatura y de la fiscalía.
En estos primeros días desde la publicación de ley y su entrada en vigor, la impugnación de la aplicación de la ley parece haberse circunscrito a dos delitos, que, tras la respuesta de la Administración de Justicia de Suiza al juez García Castejón respecto del delito de terrorismo, parece probable que se quede reducido a solo uno: el de malversación.
Aquí quiero abrir un paréntesis. De entre las órdenes de detención y entrega dictadas por el juez Pablo Llarena contra Carlos Puigdemont, una de ellas acabó ante el Tribunal Supremo de Schleswig-Holstein, que decidió que no se podía atender la petición del juez instructor español de extraditar a Carles Puigdemont para ser juzgado en España por los delitos de rebelión y sedición, pero sí se podía atender la petición de extradición por el motivo de malversación. El 3 de marzo de 2019 publiqué “El burladero de Schleswig-Holstein”, en el que ponía de manifiesto que el Tribunal Supremo había dejado pasar la oportunidad de aprovechar la decisión del tribunal alemán, para poner fin al asunto de una manera razonable. La soberbia de los magistrados del TS los cegó.
Ahora quieren agarrarse al delito de malversación como un delito no susceptible de ser amnistiado, cuando es bastante evidente con la redacción que figura en la ley de amnistía que es una interpretación descabellada.
Nos quedan todavía unos días de mucho ruido, pero la aplicación e la ley se irá abriendo paso, porque no puede ser de otra manera. España es un estado democrático de derecho, aunque haya algunos jueces y fiscales empeñados en que no lo sea cuando se tiene que hacer frente al nacionalismo catalán y vasco. Pero, a pesar de ellos, lo es y la razón jurídica se impondrá.
Tienen suerte los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de que así sea, porque ellos van a ser los mayores beneficiarios de la aplicación de la ley de amnistía. Una vez aplicada, quedará sin objeto el recurso contra la sentencia del Procés, contra Oriol Junqueras y otros exconsejeros del Govern presidido por Carles Puigdemot así como contra los entonces presidentes de la Asamblea Nacional de Catalunya y Omnium Cultural, que está admitida a trámite por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Se van a librar de la vergüenza que para ellos iba a suponer una sentencia que pondría blanco sobre negro lo que ha sido un ejercicio presuntamente viciado de la función jurisdiccional.
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