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Liberales

Rajoy, Aguirre y Rato, escoltados por García Escudero, Gallardón, Hernando y Piqué, en la campaña electoral de 2003
26 de noviembre de 2020 22:29 h

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Qué obsesión la de ciertos dirigentes y exdirigentes de nuestra aún rancia derecha por proclamarse liberales, etiqueta con la que pretenden darse una pátina de modernidad. La desfachatez de estos personajes para moldear el lenguaje a su acomodo no conoce límites. Dejemos de una vez por todas las cosas claras: no son liberales. Serán otra cosa, algún híbrido ideológico extraño, alguna mutación carpetovetónica de Adam Smith o de quien sea, pero no liberales. El liberalismo de verdad no consiste solo en vociferar contra la intromisión del Estado cuando afecta determinados intereses particulares, sino que exige mantener ciertas posiciones relativas a la extensión de derechos que muy pocos de nuestros sedicentes liberales están dispuestos a asumir. Los liberales de la derecha española, que haberlos haylos, carecen de influencia en el PP y no son precisamente los que andan aireando sus certificados de liberalismo. 

Un liberal auténtico estaría, por ejemplo, inequívocamente a favor del matrimonio homosexual. No por la simpatía personal que le pueda despertar o no el colectivo gay, sino porque se trata de una ampliación de las libertades que no obliga a nadie a ejercerla y que no cercena la libertad de terceros. Sin embargo, cuando el Gobierno de Zapatero promovió la ley que permitía el matrimonio de personas del mismo sexo, el PP movilizó a sus huestes en manifestaciones multitudinarias de protesta. Y cuando se aprobó la ley en el Congreso, la recurrió ante el Tribunal Constitucional. El PP habló de “valores” y de la “defensa de la familia”, argumentos morales que no invocaría un liberal.

Un liberal genuino intenta estirar al máximo la libertad de expresión, con todas las consecuencias que a veces conlleva. El Gobierno del PP, en un momento de fuerte contestación callejera, sacó adelante en 2015 la Ley Orgánica de Protección de Seguridad Ciudadana, conocida como ley mordaza, de la que Amnistía Internacional señaló lo siguiente: “No respeta los estándares internacionales de derechos humanos y daña las libertades de expresión, información, reunión, política y asociación”.

Un liberal puro está a favor de despenalizar las drogas. El PP, cada vez que ha podido, ha hecho todo lo contrario: endurecer las sanciones para el consumo de estupefacientes. En 1991, cuando el liberal Aznar ya estaba al frente del partido, propuso modificar el Código Penal para castigar el consumo de drogas en “vías públicas” o “lugares de concurrencia”. Sin entrar en el debate de lo acertadas o no que puedan ser las medidas restrictivas del consumo, lo indiscutible es que no son propias de una mentalidad genuinamente liberal.

Un liberal-liberal defiende a rajatabla la cultura del mérito personal y por lo tanto rechaza los cargos, títulos u honores hereditarios. Eso lo lleva incluso a rechazar la idea de la monarquía, un sistema basado en la transmisión familiar de la jefatura de Estado. Como señalé en una columna anterior, la revista The Economist, considerada el templo del liberalismo, es consecuente con sus principios y se ha declarado contraria al concepto de la monarquía. En España, la derecha no solo defiende la Corona y tiene entre sus grandes figuras a personas que airean títulos nobiliarios heredados (todo lo cual es legítimo, pero no genuinamente liberal). También sataniza a todo aquel que se atreve a cuestionar el sistema monárquico con el argumento de que su objetivo es destruir el orden constitucional. Lo irónico es que la propia Constitución parece ser más liberal que la derecha, ya que permite defender las ideas e incluso modificar el propio modelo de Estado, eso sí, mediante unos procedimientos que hoy lo hacen prácticamente imposible. 

Un liberal coherente, sea o no creyente en su esfera individual, defiende el laicismo. Ya en el siglo XVII, John Locke, considerado el padre del liberalismo, abrió el debate sobre la libertad de religión y la separación de la Iglesia y el Estado. El historial del PP va en otra dirección: defiende la asignatura de religión evaluable y computable en los colegios, la presencia de símbolos religiosos en la toma de posesión de los miembros del Gobierno o las manifestaciones públicas de fe por parte de las autoridades. El PP es el único partido que incluye una referencia al cristianismo en sus estatutos. En el congreso nacional del partido de 2004, Gabriel Elorriaga y Ana Pastor quisieron suprimir esa expresión religiosa, pero los frenó el entonces ministro del Interior, Jorge Fernández, quien después condecoraría a dos vírgenes por “méritos policiales”. Más adelante, en el congreso de 2012, lo volvió a intentar, también sin éxito, la presidenta madrileña Cristina Cifuentes. El PP está en su derecho de defender de tal modo la presencia de la religión en la esfera pública, pero, lo sentimos, eso no es liberalismo.

Un liberal defiende la eutanasia. “La eutanasia, entendida como la ayuda a morir o la asistencia al suicidio de quien no puede hacerlo por sí mismo, es éticamente legítima. Cada ser humano autónomo es propietario pleno de sí mismo, de su mente y de su cuerpo. Este derecho de propiedad o legitimación del control significa que el propietario puede hacer lo que desee con su propiedad siempre que no agreda la propiedad ajena. Las declaraciones de personas con creencias religiosas en contra de la eutanasia no son argumentaciones racionales, sino posturas frecuentemente reaccionarias y oscurantistas”. El anterior párrafo está tomado del portal liberalismo.org, que tiene como objetivo “la divulgación del pensamiento liberal en el mundo hispanohablante”. El PP se ha opuesto tradicionalmente a apoyar una ley de eutanasia invocando razones de trasfondo religioso. A lo máximo que ha llegado es a proponer una ley integral de cuidados paliativos para procurar una “muerte digna” al paciente, lo que no hay que confundir con la eutanasia activa, en la que el paciente tiene derecho a que se le quite la vida. Algunos dirigentes conservadores se han pronunciado en favor de una ley de eutanasia -como el exministro García-Margallo, que dijo que “no seguir viviendo es una decisión personal”-, pero no han logrado modificar la línea oficial del partido.

Por último y no menos importante, un liberal de verdad defiende con todas sus consecuencias el libre mercado, con la mínima –o nula- intromisión del “Leviatán” llamado Estado. La escuela más puritana del liberalismo considera que los empresarios deben asumir todos los riesgos y, si llega el caso, pagar con sus propios bienes si fracasa el negocio. Aquella visión se rompió con la introducción del concepto de sociedad anónima, que permitió a los propietarios no responder con sus bienes ante situaciones adversas y dio un impulso decisivo al capitalismo como hoy lo entendemos.

Para el PP, el liberalismo económico se limita a bajar impuestos a los ricos y a las sociedades, eliminar tributos al patrimonio o a las herencias y flexibilizar -eufemismo por precarizar- el mercado laboral. Pero el liberalismo económico es mucho más: es rehuir las subvenciones del abominable Estado, como las que recibió durante mucho tiempo la fundación FAES: según una reciente fiscalización del Tribunal de Cuentas sobre el ejercicio de 2016, la fundación presidida por el expresidente Aznar obtuvo de lejos la mayor cuantía de apoyo público (966.765 euros), seguida de la socialista Pablo Iglesias, con 623.240 euros. Liberalismo económico también es no reclamar inyecciones económicas para sectores y empresas amigos. Es no crear redes de financiación política a cambio de favores económicos con fondos del odiado Estado. Como sucedió con Fundescam, una oscura fundación del PP de Madrid presidido entonces por la liberal Esperanza Aguirre, a la que el liberal presidente de la CEOE, Díaz Ferrán, hizo generosas donaciones, tras lo cual recibió contratos públicos por 6,4 millones para sus empresas. Y, por supuesto, no crear entramados delictivos para saquear al Estado, como sucedió con Gürtel, a menos que digan –a estas alturas todo es posible- que la red formaba parte de un plan maestro para cumplir el viejo sueño liberal de reducir el Estado a la mínima expresión.

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