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Mad Men me salvó la vida

Don Draper, personaje de 'Mad Men', leyendo 'El lamento de Portnoy'

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No hay nada más eficaz para evaporarte de ti y salir volando de tu cuerpo que una buena historia. 

Lo sé porque lo practico. Algunos no tenemos la costumbre de rezar ni meditar ni hacer viajes astrales. No buscamos mundos espirituales ni estados de conciencia plenos. Lo que nos funciona para iluminarnos y cuidar nuestra salud mental es huir hacia otros mundos: los de los podcast, las novelas, las series. He ahí nuestro Ooom y nuestro Ave María. 

Lo sé porque ante el cansancio y el hartazgo, uso las historias como balneario mental. ¡Qué limpias te pegan! ¡Qué exfoliación de estrés! 

Lo sé porque una serie, Mad Men, me salvó la vida. Cuando ocurrió algo insoportable me dediqué a verla, desde que me despertaba hasta que me dormía, para no tirarme por la ventana. Esa historia fue mi droga y mi bote de calmantes.

Lo sé porque tiene una razón científica, que acabo de leer en La ciencia de contar historias, de Will Storr (Capitán Swing, 2022): “Cuando nos perdemos en una historia, los escáneres cerebrales sugieren que las regiones asociadas a nuestro sentido del yo se inhiben”.

Tu cuerpo entero, de la piel al último pelo, va ajustándose a la narración y va sintiendo los acontecimientos que vas leyendo, viendo y escuchando. El ritmo cardíaco se acopla a lo que ocurre en la historia: a la placidez ¡¡o a un buen sustaco!! Los vasos sanguíneos se dilatan y el estado emocional va oscilando de la alegría a la pena, al miedo, al enamoramiento, porque las historias activan neuroquímicos como la oxitocina y el cortisol.

Esta capacidad de que una historia te saque de tu vida y te lleve a otra tiene un nombre: “transporte narrativo”. Y tiene un poder brutal: despierta la empatía. Dice Will Storr que las investigaciones muestran que estos viajes nos ayudan a cuestionar nuestros valores, creencias y actitudes. Que podemos llegar a adecuarnos a otras ideas y otras formas de sentir. Incluso que nos van cambiando y ayudan a cambiar el mundo.

La historiadora Lynn Hunt dice que las novelas ayudaron a crear la noción de los derechos humanos. Fue como pasar del catalejo al telescopio. Porque antes de que se popularizaran estas historias tan sentidas de otras personas, lo habitual era mirar la vida desde la pequeñez de cada uno. No era común meterse en el pellejo de individuos de otras clases sociales, otras nacionalidades, otras razas y otro género.

En el siglo XIX las historias sobre la esclavitud en el sur de Estados Unidos consiguieron que muchos lectores blancos se pusieran en la piel de los esclavos negros. Tanto que, según Will Storr, “el éxito de ventas de La cabaña del tío Tom contribuyó a precipitar la guerra civil estadounidense”.

Hoy ocurre lo mismo con historias como Heartstopper. Creo que esta serie sublime, excelente, puede tirar más prejuicios homófobos que un discurso político. Porque no hay argumento más convincente que verte en los zapatos de otro. Ni razón más conmovedora que sentir el acoso malvado y repugnante que tiene que aguantar el protagonista de esta serie por parte de unos niñatos machotes y cavernícolas.

Leer, escuchar y ver historias es una forma de entrenar la empatía. Will Storr lo resume en esta frase magistral de Matar a un ruiseñor: “Nunca entiendes realmente a una persona hasta que consideras las cosas desde su punto de vista, hasta que te metes en su piel y caminas con ella”.

Pero es que, además, no hay nada más humano que los relatos. “Durante decenas de miles de años, las narraciones han servido para transmitir lecciones de vida de una generación a otra”. Ahí se guarda la sabiduría universal y milenaria de la humanidad. 

Las historias son una forma de meditación, una escuela de empatía y una fuente del saber. Las historias nos hacen personas: nos relacionamos con relatos; nos cuidamos y calmamos leyendo libros, escuchando cuentos, viendo películas. Y si hay un modo de trascender es por la narración, porque una persona, al morir, se convierte en los relatos que los demás cuentan de ella. 

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