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Yo no he sido

El ministro Soria en sus explicaciones del martes por la tarde en el Congreso / EFE

Raquel Ejerique

Mentir es un truco que usamos los adultos para parecernos más a esa persona que nos gustaría ser. Por ejemplo, si tú eres un ministro del partido del “sentido común”, tienes que parecer un ministro, no un evasor de impuestos. Es un mecanismo psicológico de lo más humano y útil para que no se desenfoque lo que somos y lo que queremos ser, una tirita del cerebro que repone los deslices que son impropios de nosotros según nosotros.

Un directivo de La Sexta me dijo que todas las personas que salen en los papeles de Panamá tienen algo en común: “Lo primero que han hecho cuando les hemos llamado por teléfono para que den su versión es decir que es mentira. No falla”. Así que primero viene el “yo no he sido”. Hasta ahí, normal. La diferencia es que, una vez pasado el shock, todos los implicados, salvo el delantero Messi y el adelantado Soria, lo han reconocido.

Así funciona el mecanismo mental de la trola. Supongamos que los evasores te parecen unos seres despreciables contra los que tu jefe legisla y contra los que se hacen campañas de publicidad. Supongamos que sale tu nombre en unos papeles y te ponen a la altura de aquellos a los que desprecias y entre quienes no te reconoces.

Como tu imagen ideal de ti es la de una persona honrada, pones cemento en esa grieta, siendo esta última tu reputación y siendo el cemento una reinterpretación personal de lo que pasó. O lo que es lo mismo, un cuento chino, una bola, un engaño, una ficción, un embuste. Supongamos ahora que pese a todo queremos hacernos pasar por alguien muy transparente sin serlo. Pues saldremos a los atriles muchas veces a manipular mucho, así nadie podrá decirnos que somos de esos que no dan la cara, aunque la estemos dando empastada de cemento.

Explicado el motivo de la mentira, expliquemos cuánto mentimos. La cantidad de falsedades que salen por nuestra boca no es casual. El ser humano tiende a mentir lo suficiente. Ni más ni menos. Inventa cosas para salir beneficiado –salvar tu matrimonio, conseguir un aumento de sueldo, que tu padre te deje el coche– pero no fantaseamos tanto como para que nuestros propios mecanismos de autoestima salten por los aires. Al fin y al cabo, nadie quiere pasar a la historia como un gran trolero.

Por eso el caso Soria desconcierta a los expertos mundiales de la llamada economía conductual. El cerebro de José Manuel Soria -si es que ese fuera su verdadero nombre- no ha sabido valorar las ventajas e inconvenientes de sus mentiras, lo que demuestra que, además de mentiroso, es poco inteligente.

A decir verdad, hay que reconocerle mérito en la dirección escénica: ha toreado en Canarias, en Madrid, en un hotel, en la santa casa del pueblo, se ha puesto de frente y de perfil, ha admitido preguntas, se ha zurcido el ceño como si estuviera indignado y ha parecido que comulgaba con las hostias que salían por su boca, intentando que el resto nos las tragáramos como una cuestión de fe. Se equivocaba el exministro, y no solo en la estrategia. Ni él es tan listo, ni nosotros tan creyentes.

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