Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

Los negros de Llarena

El juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena.

Elisa Beni

Ser magistrado del Tribunal Supremo es una categoría. Quiero decir que no es sólo un destino, más o menos alto, sino que es de facto una de las tres categorías a las que han quedado reducidas las anteriormente existentes para el ascenso en la carrera judicial. Y eso marca muchas diferencias. Una de ellas es que cuando eres promovido a magistrado del Supremo puedes disfrutar de una legión de “negros” que te ayudan en tu trabajo. Son otros jueces de categorías inferiores, muy bien pagados para lo que se estila en la judicatura, que ayudan a los llamados al Olimpo de los togados a estudiar los asuntos, buscar jurisprudencia o redactar y preparar las resoluciones. Los demás jueces se lo cuecen todo a pelo, pero los del Supremo, no. Los del Supremo tienen una pléyade de negros que se llaman letrados.

Lo que es una novedad es que al cuerpo de letrados del Tribunal Supremo se hayan incorporado en los últimos tiempos otro tipo de “negros”, pero es que la ficción tiene unas normas muy distintas a las del texto forense y no es de extrañar que las huestes que trabajan en la salvación de la patria hayan buscado refuerzos. Soy muy crítica con el último auto dictado por el juez Llarena pero ya les avanzo que tengo claro que para criticar los textos, uno debe hacerlo interpretando las normas de cada género. Algunos habrá que pongan en tela de juicio mi capacidad para realizar una crítica jurídica del auto de procesamiento dictado, pero hoy voy a rebatirles no alegando mi larga trayectoria en la información jurídica sino mis conocimientos ciertos en materia literaria y de ficción. No puedo leer en otra clave ese auto. Mi razón se rebela. Y ojo con eso porque en materia de rebeliones se está poniendo amplia y extensa la senda.

Los nuevos negros de Llarena han olvidado un concepto muy importante que ya definió en 1817 el poeta Coleridge y que se denomina “suspensión de la incredulidad”. Todo escritor de ficción sabe que para conseguir la adhesión del lector a su texto debe ser capaz de conseguir que la audiencia deje de lado el sentido crítico, lo suspenda, y por tanto ignore las incoherencias, incompatibilidades, saltos en el vacío o directamente fantasías que contiene la obra de ficción. Sin cumplir ese requisito, la obra está perdida. Allí, en el Tribunal Supremo, saben que cuentan con un público mayoritariamente entregado y creo que por eso no han cuidado demasiado estos extremos. Por eso han pegado saltos de tal magnitud que les llevan a afirmar que una manifestación en un país democrático, de las características que sea, es equiparable a unos militares entrando a tiros en un Parlamento. Lo han hecho y encima han resonado los aplausos. Si hubieran conseguido esa suspensión de la incredulidad de todos, no tendríamos que recordarles la enorme incoherencia que supone afirmar que durante el mes de octubre asistimos a unos hechos similares a los de mi adolescencia y que ni el Gobierno de la Nación ni nadie hiciera nada por impedirlos. Es decir, pretenden que aceptemos que durante todo ese tiempo tanto los ciudadanos como el Gobierno de España asistieron en directo a una revolución violenta y que, por toda respuesta, se limitaron a enviar papelitos con resoluciones de un órgano constitucional. Entiendo que alguna responsabilidad por dejación de funciones deberían tener ¿no? No, no teman. La ciudadanía que está al otro lado de la cuarta pared se ha convencido ya de que todo esto fue un golpe de estado desde el momento uno y de que el relato que se ha armado para construir un delito en el que los hechos no encajan de manera alguna es incuestionable. Público entregado. Emoción patriótica o como quieran llamarla pero no resiste el más mínimo embate de la razón.

Sucede que los buenos guionistas saben que los públicos son diversos, las audiencias variopintas y que si sus obras van a ser exportadas y traducidas, es posible que algunos elementos demasiado locales se pierdan y hagan perder la suspensión de la incredulidad. Y mucho me temo que a los guionistas del Tribunal Supremo los defectos de su relato a la hora de lograr la “willing suspension of disbelief”  le van a estallar en toda la cara. No sólo a ellos, nos va a estallar a todos como nación y como sistema democrático.

 Insisto, como he hecho semana tras semana en este espacio, que esto es lo único que a mi me importa. No estoy volcando aquí mi opinión sobre patéticas investiduras, engaños colectivos o intentos de realizar secesiones unilaterales que siempre me parecieron imposibles. Estoy aquí constatando, como también les he contado, que nuestro país corre un riesgo serio de tener problemas con el incumplimiento del artículo 7 de la Convención Europea, como le ha sucedido a Polonia por el deterioro imparable de su Estado de Derecho.

La admisión a trámite de la denuncia de Jordi Sánchez por el Comité de Derechos Humanos de la ONU con sede en Ginebra, después de que se le impidiera acudir a ser investido, ha sido recibida al parecer por esa opinión pública en suspenso de razón, como una especie de resolución folclórica. Lo cierto es que el alto organismo ha decidido ordenar unas medidas cautelares por las cuales se insta al estado miembro, España, “a que adopte todas las medidas necesarias para garantizar que Sánchez pueda ejercer sus derechos políticos”. Es la primera en toda la cara de los guionistas del Supremo. La incredulidad de la ONU no ha sido suspendida y España tiene obligación de cumplir sus resoluciones si no quiere acabar fuera del tratado. Tras este fallo de “suspension of disbelief” vendrán otros. La emocionalidad que precisa aceptar el relato de esa rebelión diferida y en fascículos con su violencia de cartón piedra va a ser muy difícilmente aceptada por Bélgica, Gran Bretaña y Suiza. Cuando tales defecciones del arte novelesco del Tribunal Supremo comiencen a llegar en cascada, las voces que en Bruselas mascan la situación inaceptable del Estado de Derecho en España, en lo relativo a la crisis catalana, van a plasmarse más allá de las columnas de algunos periodistas. Y cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se pronuncie, que eso llegará, sobre los incumplimientos del Convenio, no va a ser tan fácil echárselo al coleto y seguir.

 A mí, lo de que el fin no justifica los medios me lo grabaron a fuego en mi educación cristiana. Lo digo porque quizá el jefe de los negros tenga motivos para guardar algo de ese principio en el fondo de su ambición.  

Etiquetas
stats