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No hay vertedero moral para tanto detritus

El vicepresidente, consejero de Educación y Universidades de la Comunidad de Madrid, Enrique Ossorio.

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He aquí el paradigma de la desnutrición moral: “Ya lo han superado”. Son palabras del vicepresidente de la Comunidad de Madrid, Enrique Ossorio, sobre las familias de las 7.291 personas fallecidas en las residencias de ancianos durante la pandemia, no porque les tocase morir, sino porque su propio gobierno les sentenció con una sola decisión a la expiración. 

Se les negó el derecho a la salud, a la vida, a la no discriminación por razones de edad y a una muerte digna. ¿Recuerdan? El Gobierno de Ayuso envió a las 475 residencias de ancianos de Madrid una comunicación para ordenar que las personas dependientes internadas en esos centros no fueran derivadas a los hospitales. Había que evitar el colapso. El consejero responsable advirtió de las consecuencias penales de la decisión y no le hicieron caso, pese a que ya había por entonces una evidencia científica de que la letalidad del coronavirus era más elevada entre la población de mayor edad. Conocían el riesgo y, de manera cruel, mantuvieron la decisión. 

No por sabido, hay que dejar de recordarlo: aquel protocolo, emitido en la fase más letal de la pandemia, ordenaba que las personas que vivían en residencias y tenían cierto grado de dependencia o discapacidad no fueran trasladados a los hospitales para ser atendidos. El entonces consejero de Políticas Sociales, Alberto Reyero, accedió al escrito casi por casualidad, y cuando lo leyó, no dio crédito. Pensó que era un error y se dirigió, por mail, a los responsables sanitarios de su gobierno, entre ellos al aún hoy consejero de Sanidad, Enrique Ruiz Escudero. Jamás respondieron.

Las residencias dejaron de derivar pacientes y tampoco fueron medicalizadas, como se prometió mientras el hospital de campaña de IFEMA se levantaba a contrarreloj en una de las mayores operaciones de marketing que se recuerdan en medio de tanta muerte. Lo que a todas luces fue un escándalo acabó sepultado por la propaganda política de la Puerta del Sol y, con posterioridad, con los votos de la derecha que sepultaron la propuesta de creación de una comisión de investigación en la Asamblea de Madrid sobre lo ocurrido.

Habitualmente, el 20% de los ancianos internados en residencias que fallecen lo hacen en la propia residencia y el 80%, en los hospitales. Lo que ocurrió en las semanas posteriores a la aplicación del protocolo de la vergüenza es que el 80% de las personas fallecieron en la residencia, y solo el 20% en hospitales. 

El gobierno regional conocía el estado caótico de los centros, la invasión del virus, la falta de personal y la ausencia de equipos de protección mientras los familiares de los residentes carecían de información sobre lo que ocurría allí dentro y sobre el estado de salud de sus mayores. Y aun así se negaron a investigar los hechos en 2020. Y otra vez lo hacen en 2022.  

La libertad que antepone las cañas a la vida de los viejos y que defienden Ayuso y su vicepresidente, Enrique Ossorio, hiela la sangre de cualquiera. De izquierdas o de derechas. Y aún dicen que lo hacen por no reavivar el dolor de los familiares de las 7.291 personas a las que abandonaron y sentenciaron a muerte. No quieren una comisión de investigación que esclarezca lo sucedido porque “reabriría heridas y tendría un objetivo electoralista” (sic). 

Las heridas, lejos de estar cerradas, vuelven a supurar al escuchar las palabras del vicepresidente Ossorio, recordar que sus viejos murieron de forma indigna y constatar que indigno también es el comportamiento de a quienes les importa más hacer populismo fiscal que velar por la vida y el dolor de quienes pagan los impuestos.

No hay en Madrid, ni en España, ni en Europa un vertedero moralmente preparado para la eliminación de esta clase de detritus.

Y lo peor es que la sociedad, que no los familiares de los muertos, hayan enterrado a los viejos sin mayor escándalo y que la Justicia asista impasible a semejante oprobio. Poco nos pasa.

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