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¡Un poco de orden, por favor!

Una mujer recibe la segunda dosis de la vacuna contra la COVID-19 este domingo en Canarias.

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Ya sé que parece poco pedir, visto lo visto. O demasiado, teniendo en cuenta que no soy, precisamente, mujer “de orden”. Pero hay que seguir exigiendo la asunción de responsabilidades de quienes las tienen atribuidas y asumidas.

Soy firme defensora de la igualdad en derechos y oportunidades de todas las personas y grupos humanos, pero también de la libertad, de la potenciación de la diversidad, de la capacidad de decisión personal y colectiva en todos los terrenos –o casi todos–. En definitiva, no busco de manera sistemática la uniformidad ni aspiro a una sociedad monocolor, pues cada color –y todos juntos– nos hacen la vida más rica y, en definitiva, más humana.

Por eso, entiendo también que, en función de la situación de cada país o sociedad, de sus costumbres, de sus aspiraciones y de sus objetivos colectivos, ante un problema similar, sean diversas las respuestas normativas de los distintos Estados o entes con capacidad de dictar normas.

Comprendo, por tanto, que en el mundo las reacciones normativas para frenar la expansión de la COVID-19 sean tan diversas –aunque algunas me resulten, francamente, incomprensibles–. No conozco, por supuesto, todas las estrategias puestas en marcha en los distintos lugares contra este virus –ni siquiera un número significativo de ellas–, pero aprecio, en lo más próximo, la necesidad de ordenar las respuestas o, al menos, de comprender su hilo conductor.

Está claro que en la Unión Europea, por citar la organización política cercana más grande y relevante, existen también desde el primer momento de esta crisis estrategias distintas. Sin ir más lejos, conviene no olvidar el criterio inicial de algunos países del Norte de no limitar, dicho a grandes rasgos, los contactos interpersonales ni la actividad en aras de lograr la inmunidad de grupo. También en la actualidad, las líneas de actuación son distintas: hay países muy estrictos en las medidas adoptadas de cierre de la actividad económica no esencial o de limitación de la movilidad en franjas horarias muy amplias. Como decía, hay muchos factores que permiten explicar –y, por tanto, comprender– estas diferencias, como, entre otros, los hábitos de relación social e interpersonal o la situación económica de los distintos Estados, lo que permite a algunos de ellos, pero no a otros, desplegar paquetes de ayudas económicas a los sectores afectados.

Más complicado resulta de entender que en un mismo Estado aún no se conozca con exactitud la estrategia decidida por quienes tienen tal complicado deber de actuar. O, peor aún, que la estrategia en su día comunicada no esté siendo adecuadamente desplegada ni, en su caso, modificada en función de los requerimientos de la cambiante situación.

El Real Decreto Ley 926/2020, que declaró el nuevo y hoy vigente estado de alarma el pasado 25 de octubre, se hacía eco de la situación en aquel momento, refiriéndose al “aumento importante de la incidencia acumulada en catorce días, hasta situarse, con fecha 22 de octubre, en 349 casos por 100.000 habitantes, muy por encima de los 60 casos por 100.000 habitantes que marca el umbral de alto riesgo de acuerdo a los criterios del Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades”, así como a la necesidad de adoptar las medidas ya conocidas –evitar la agrupación de personas y mantener el distanciamiento, reducir la movilidad de las poblaciones…–. Y, con base en tales datos y criterios, dicha norma estableció las limitaciones ya sabidas, con márgenes, en algunos casos, para la decisión de las comunidades autónomas.

Huelga decir que la situación en este momento es sustancialmente más grave que la existente cuando se declaró este estado de alarma: baste recordar que el 22 de octubre el número de contagios fue de 20.986 y que el pasado 15 de enero se han alcanzado los 40.197, esto es, prácticamente el doble, siendo la incidencia acumulada por 100.000 habitantes de 574 –frente a la dicha de 349 casos por 100.000 habitantes el pasado 22 de octubre–. Y que, por supuesto, esta complicada realidad tiene su correspondiente y paralela plasmación en la situación de las comunidades autónomas. Tanto, que algunas de ellas están solicitando ya del Gobierno la ampliación de los horarios para la limitación de la llamada “movilidad nocturna” y/o la posibilidad de declarar confinamientos domiciliarios generales. Decisiones que, como ya es bien sabido, por afectar a derechos fundamentales, no pueden ser adoptadas por dichas comunidades sin la necesaria previsión en un decreto declarando el estado de alarma por razón de emergencia sanitaria.

No se puede negar –no lo haré yo, al menos– que las medidas adoptadas en octubre han tenido un efecto positivo en el control de la expansión de la epidemia, llegando a “solamente” 7.955 contagios el día 10 de diciembre. Con lo que se produjo el efecto “deliberadamente pretendido” de llegar a dichas fechas de primeros de diciembre en términos que permitieran una apertura o suavización de las limitaciones en el conocido objetivo de “salvar la navidad”. Mala, malísima decisión, cuyas consecuencias “todo el mundo sabía”, incluida yo, aunque no proceda decirlo así ahora, para evitar desagradables acusaciones de “cuñadismo” o similares.

Pero ahora, vistas ya las consecuencias de aquellas decisiones, resulta otra vez incomprensible que no se hayan adoptado aún nuevas medidas, bien “motu proprio” por parte del Gobierno, previa consulta y deliberación con las comunidades autónomas –por cierto, ¿qué ha sido de la tradicional Conferencia de Presidentes, cuya última sesión fue el pasado 26 de octubre, para determinar criterios de reparto de los fondos del plan de recuperación de la UE?–, bien a impulso de las comunidades, muchas de las cuales ya llevan días solicitando nuevas medidas o la autorización para su adopción.

Comunidades que, por otra parte, podrían haber decidido ya, sin más requisitos que los de acreditar su pretendida eficacia, limitaciones de actividades económicas y de servicios, no afectantes a derechos fundamentales, sin necesitar la intervención del Gobierno central, medidas con las que se lograría un efecto casi similar –piénsese en una limitación de actividades y no de movilidad de personas, a partir de las 6 de la tarde, por ejemplo–. ¿A qué esperan, pues? Y sin que sea admisible rebasar el contenido del decreto declarando el estado de alarma como ha hecho de manera irrazonable e injustificada desde el punto de vista jurídico la comunidad de Castilla y León.

O como el lío de las vacunas. Miren que ya resulta curioso –sin más valoración– que sean las comunidades de Madrid y Euskadi las que están al alimón a la cola en el porcentaje de vacunación sobre el número de dosis recibidas. Y dando ambas exactamente la misma explicación, a saber: que han reservado las dosis necesarias para que cada persona ya vacunada reciba la segunda dosis en tiempo. Razonable, ¿no?. Y resulta que de ahí va a resultar que las comunidades van a recibir, en adelante, tras la limitación de entregas por parte de Pfizer-Biontech, un número de dosis proporcional al ya administrado. O sea, que cuantas menos dosis se hayan consumido, aunque se hayan guardado para dárselas a quienes lo van a necesitar dentro de 21 días para cerrar el ciclo de la vacunación, menos dosis se recibirá en el futuro.

Y yo me pregunto: además de resultar poco razonable, así contado, que es como yo lo he sabido, desde mis limitaciones de conocimiento de la materia, ¿no se había pactado entre el Gobierno central y las comunidades autónomas un criterio suficientemente claro al respecto, teniendo en cuenta que se conocía que habría, en todo caso, limitaciones en las dosis a recibir sobre las deseadas, y que la vacunación completa se realizaba para cada persona en dos tandas, en los tipos de vacunas hasta ahora comprometidas? ¿Es posible comprender tal enredo?

Es cierto que cada cual es responsable de su cuidado, máxime cuando conocemos sobradamente ya cuáles son las actitudes de riesgo y cuáles las medidas preventivas eficaces. Pero lo cierto es que también debemos contar con normas claras, coherentes y creíbles que acompañen nuestras conductas. Y no lo son las normas que se han revelado tan insuficientes en un determinado momento, tan equivocadas en otro y tan timoratas también. Lo peor de todo es que hay miles de personas en grave y permanente riesgo para la vida y un Gobierno cuya credibilidad en esta materia se resquebraja por momentos, por efecto, entre otros, de un (ex)ministro –y un presidente, claro– que, probablemente, estén ya a otra cosa y calculando en clave únicamente de política electoral otros intereses. Conviene poner fin cuanto antes a esta situación y calcular políticamente lo que realmente conviene a la ciudadanía, para lo que solo hace falta escuchar.

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