Orgasmo a la francesa
No deja de sorprenderme la facilidad con la que en España nos dejamos seducir por todo lo que viene de Francia. La interacción entre la orgullosa “grandeur” francesa y nuestra baja autoestima como sociedad genera una relación patológica
La intención del Gobierno francés de aumentar su participación accionarial en la empresa pública energética ha desatado diferentes corrientes de admiración que, a mi juicio, son poco reflexionadas y nada justificadas. A estribor, por lo que, dicen, es un espaldarazo a la energía nuclear. A babor, por lo que algunos presentan como una apuesta por la nacionalización del sector energético.
Sinceramente, no termino de entender qué supone de positivo para la sociedad francesa que su Estado pase de controlar el 84% al 100% del capital de la empresa pública. Sobre todo porque no es descartable que el objetivo de la operación sea un rescate camuflado del capital privado, propietario del 16% restante de acciones de una empresa inmersa en un importante endeudamiento.
Deberíamos intentar que nuestro papanatismo con relación a todo lo que llega de Francia no acabe perjudicando las estrategias de transición energética puestas en marcha y distorsionando el imprescindible debate social sobre la necesidad de aumentar el papel del Estado como agente económico, especialmente en sectores estratégicos como el de la energía.
Esta dependencia emocional no es nueva, viene de lejos. Francia vendió al mundo su revolución, bajo el frontispicio de “egalité, fraternité e liberté”, como un desencadenante de todas las virtudes. Sin menospreciar en absoluto todos los avances de civilización que supuso, tampoco deberíamos obviar que entre sus logros no está precisamente la igualdad social.
Nos lo explica con datos Piketty en su libro “Capital e ideología”, cuando documenta cómo la Revolución francesa condujo a una sociedad propietarista extremadamente desigual entre 1800 y 1914, con una concentración de la riqueza durante el siglo XIX mayor de la que había antes de 1789. También lo argumenta magistralmente Gonzalo Pontón en su libro “La lucha por la desigualdad” , en el que identifica la admirada Ilustración como factor ideológico legitimador de la desigualdad social.
Este ancestral espejismo francés afecta a todos los sectores sociales e ideologías. A la derecha le seduce la grandeza nacional de la patria francesa. A la izquierda, su supuesto izquierdismo social. Mientras intentaba trabar esta reflexión me han venido a la memoria algunos momentos de nuestra historia reciente que son algo más que episodios aislados.
No hace muchos años veíamos a agricultores españoles quejándose justa y amargamente por la quema de sus productos en la frontera, al mismo tiempo que expresaban la admiración por sus colegas franceses y sugerían aplicar las mismas acciones a los productos que llegan a España del Norte de África o de Turquía.
Periódicamente, sectores de la izquierda española se prodigan en elogios a las movilizaciones que protagonizan los sindicatos franceses del sector público frente a las reformas de seguridad social. Obviando que las reformas de pensiones impulsadas primero por el socialista Rocard y después por el conservador Balladur, que afectaron fundamentalmente a los trabajadores de empresas privadas, se impusieron sin contestación social.
No sé si en España, donde el agravio comparativo parece haber sustituido a la lucha de clases como motor de la historia, aceptaríamos la desigualdad entre diferentes regímenes de seguridad social que soportan los franceses en los requisitos de acceso a la pensión de jubilación. En cambio, en nuestro país se continúa poniendo a Francia como ejemplo.
Son también habituales los elogios a las explosiones sociales que se producen periódicamente en Francia, aunque luego no vayan acompañadas de avances. En este caso, la admiración por lo foráneo resulta aún más curiosa porque el fenómeno social de las “bullangas” tiene profundas raíces españolas, más en concreto de Catalunya, donde se ha venido practicando desde comienzos del siglo XIX y han perdurado hasta el mismo siglo XXI.
Un territorio en el que los franceses nos venden de manera habitual “gato por liebre” es en el de Europa. Lo vivimos en los debates sobre la Constitución europea. Suelen presentar sus críticas a la UE como si lo fueran por sus insuficiencias sociales y su deriva liberal, cuando en realidad tienen su origen en la defensa de la nación francesa y su motivación en la negativa a ceder soberanía a la Unión Europea. Los ingleses se llevan la fama, pero la lana del soberanismo nacional la cardan los franceses.
Esta semana ha vuelto a pasar. La reacción de sectores de la izquierda española ha sido cercana al orgasmo. Una avalancha de elogios al liberal Macron sin pararse a pensar en el verdadero objetivo del gobierno francés. No es casualidad que este anuncio coincida en el tiempo con la decisión del Parlamento Europeo –arduamente impulsada y trabajada por Francia– de incluir la energía nuclear y el gas en la taxonomía –esa palabreja significa acceso a la pasta europea– de las energías verdes europeas. No olvidemos que Francia tiene casi la mitad de sus 56 reactores nucleares parados –que significa mucho más del 50% de su producción– por problemas de obsolescencia y para eso es para lo que utilizará la inclusión de la energía nuclear en la taxonomía verde.
La escena ha sido descrita con tanta lucidez como gracia por el amigo Alberto Montero en un tuit: “A ver, nacionalizar una empresa de la que el Estado ya es propietario de un 84%, cargada de deudas y para aumentar la producción de energía nuclear no es como para tirar cohetes. Que leemos nacionalización y salivamos como el perro de Pavlov”
Sugiero que aprovechemos esta ola de admiración por las “nacionalizaciones” francesas para impulsar un debate en profundidad sobre el papel que los estados deben jugar como agentes económicos.
La mayor intervención del estado en la economía es una propuesta que comienza a abrirse paso a nivel global, como explican Xosé Carlos Arias y Antón Costas en su libro “Laberintos de prosperidad”. Los dogmas económicos de los mercados auto-regulados y el estado liberal mínimo han hecho aguas y hoy se dan las condiciones para hacer emerger otro paradigma.
En España es aún más urgente porque partimos de una situación deplorable. A finales del siglo pasado, bajo el impulso de Aznar –con la inestimable cooperación como sherpa de Felipe González– se produjo un proceso de privatización de empresas públicas en sectores estratégicos, algunas de las cuales han acabado siendo propiedad de empresas públicas de otros países.
Para que este debate nos permita llegar a conclusiones útiles deberíamos tener presente que ya no se da en un contexto de economías nacionales, sino de profunda globalización. Lo que, de un lado, plantea límites importantes y de otro significa que al hablar del Estado ya no tenemos que referirnos únicamente a los estados nacionales sino también a la UE.
En una primera aproximación aparecen al menos tres grandes interrogantes a los que deberíamos dar respuesta. Cuál debe ser el nuevo papel del sector público como agente económico; en qué sectores es posible y conveniente centrar los esfuerzos y la presencia del estado; qué debe entenderse por colaboración público-privada para garantizar resultados de eficiencia y equidad y evitar que bajo este objetivo se camuflen estrategias de parasitación del sector público por el capital privado.
El energético es precisamente uno de los sectores que reclaman un nuevo y mayor papel del Estado como agente económico, entre otras cosas porque se trata de la provisión de un bien que es fundamental para garantizar derechos básicos de las personas y al mismo tiempo clave para el funcionamiento del conjunto de la economía. En todo caso no deberíamos obviar la importante función que deben jugar otros agentes públicos que no son el Estado. En la transición energética el papel de las comunidades energéticas puede ser importante de cara a garantizar la soberanía si se apuesta decididamente por ello.
En resumiendo, creo que deberíamos aprovechar el estado de “salivación” que nos ha generado la noticia sobre la “nacionalización” de EDF para impulsar un gran debate de país. Aunque si queremos llegar a conclusiones útiles deberíamos renunciar previamente al “orgasmo francés”.
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