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El paréntesis

Pancarta en la manifestación del 8M de 2023 en Barcelona.

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La revolución es un asunto complicado. Se trata de un fenómeno que, por desgracia, llega sin manual de instrucciones y sin modelo que copiar. Por eso llevamos más de dos siglos discutiendo sobre la revolución ideal. Hannah Arendt decía que la que más se acercaba a la perfección era la americana, porque no atravesó por una fase de terror. En su argumentación, Arendt procuró minimizar detalles como la guerra de la independencia contra los británicos, con momentos bastante terroríficos, y la preservación de la esclavitud. Eric Hobsbawm prefería más bien la revolución francesa y la soviética, en las que la devoción por el bienestar de las masas y por la igualdad comportó un Terror con mayúscula, planificado y metódico.

En esta parte del mundo, la que orbita en torno al imperio estadounidense, llevamos décadas (más bien siglos) de proceso revolucionario. Hablo, por supuesto, de la revolución femenina. Como suele ocurrir con los cambios lentos y profundos, ha habido hitos y retrocesos. No hace tanto que las mujeres tienen derecho a votar (1920 en Estados Unidos, 1931 en España), o sea que hubo que comenzar desde muy abajo, por lo más básico y evidente.

Creo que esta revolución es imprescindible y debe caracterizar el siglo XXI. También creo que todas las revoluciones conllevan violencia e injusticias durante un tiempo limitado (si son correctas), o van unidas de forma perenne a la violencia y la injusticia (si toman el rumbo equivocado). Francia en 1789 y Rusia en 1917 vendrían a ser ejemplos apropiados para cada caso.

Asumo, por tanto, que a la revolución femenina, con sus distintos enfoques, ángulos y perspectivas, le corresponde su dosis de terror (léase la palabra como entre comillas) e injusticia. Hablamos de una revolución de inmenso calado, porque el objetivo consiste en acabar con milenios de dominación masculina en todos los ámbitos, públicos y privados, y por eso estoy dispuesto a aceptar cosas tan repugnantes como el terror y la injusticia.

El caso de Carlos Vermut, cineasta acusado de abusar sexualmente de al menos tres mujeres, contiene, evidentemente, terror e injusticia. Terror, porque un texto publicado en el diario El País y reproducido en la mayoría de los medios implicó un linchamiento público y un ahorcamiento moral. Injusticia, porque sin cauces legales la justicia no es más que una virtud cristiana o un argumento filosófico.

No pongo en duda los testimonios anónimos de las víctimas ni el hecho de que este caballero haya cometido actos inaceptables. Lo esencial es que Vermut ya ha caído. Lo cual demuestra que nos encontramos dentro de ese paréntesis revolucionario en el que el terror y la injusticia resultan necesarios para crear un futuro pacífico y justo. Cabe confiar en que el paréntesis pueda cerrarse pronto. Un paréntesis muy duradero acaba convirtiendo el terror y la injusticia en algo sistémico. Y, hasta donde creo saber (y quiero creer), no es ese el plan.

La lenta revolución en curso se desarrolla en distintos ámbitos y de distintas formas, desde la educación a la discriminación positiva. Esto que le ha ocurrido a Carlos Vermut se llama “cancelación”. Prefiero no ahondar en la frialdad del término y lo que entraña. El caso es que la “cancelación”, una práctica de origen estadounidense, muestra en España, como en otros lugares, dos rasgos inquietantes.

El primer rasgo: sólo afecta a los débiles. No débiles en el abuso, sino en el estatus profesional y la cuenta corriente. El célebre tenor Plácido Domingo también fue acusado de abusos por al menos 20 mujeres, y varias de ellas dieron la cara. Entren en placidodomingo.com, espacio patrocinado por Rolex, y verán que si tienen suerte y dinero aún pueden comprar entradas para alguno de los conciertos de su próxima gira triunfal por Australia, en compañía de José Carreras. ¿Captan la diferencia entre el abusador poderoso y el abusador pringado?

El segundo rasgo: la práctica de la cancelación se circunscribe a personas con una cierta vida pública, como artistas, profesores, humoristas o periodistas. A la gran mayoría de los hombres, y por deducción la gran mayoría de los abusadores, no hay por dónde cancelarlos. Carecen de prestigio social o incluso de empleo. Y les aseguro que la farándula no es el ámbito donde más abusos se cometen. En el campo, el comercio, la empresa, las mujeres carecen del recurso de la denuncia pública porque ni a ellas, las víctimas, ni a los violadores o abusadores los conoce nadie. Ahí abajo no hay otras opciones que acudir a la policía o callar.

Ya sabemos que siempre ha habido clases. Pero ese problema vamos a dejarlo para el siglo XXII.

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